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Revista de filosofía

On-line version ISSN 0718-4360

Rev. filos. vol.80  Santiago  2023

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-43602023000100061 

Ensayos

Derecho a la educación. Un ensayo crítico sobre el concepto de transmisión

RIGHT TO EDUCATION. A CRITICAL ESSAY ON THE CONCEPT OF TRANSMISSION

Leonardo Colella1 

1CONICET-Universidad Nacional de La Plata, Argentina

Resumen:

En el presente ensayo se busca desarrollar una hipótesis que vincula la relación pedagógica con la relación política y su interacción para la construcción y reproducción de una lógica idéntica que atraviesa y sobrepasa diversos campos sociales. Esta hipótesis que relaciona el fundamento mismo de la educación con la metáfora del triángulo pedagógico y que identifica en ella una lógica de producción de la desigualdad hace repensar el planteo de la educación como derecho, sin antes poner en cuestión diversos elementos que la fundamentan, en especial aquellos vinculados al concepto de transmisión.

Palabras clave: Derecho a la educación; Transmisión; Triángulo pedagógico

Abstract:

This essay seeks to develop a hypothesis that links the pedagogical relationship with the political relationship and their interaction for the construction and reproduction of an identical logic that crosses and surpasses various social fields. This hypothesis that relates the very foundation of education with the metaphor of the pedagogical triangle and that identifies in it a logic of production of inequality makes us rethink the approach of education as a right without first questioning various elements that support it, especially those linked to the concept of transmission.

Keywords: Right to Education; Transmission; Pedagogical Triangle

Este ensayo presenta una hipótesis sobre educación que la urgencia del pragmatismo del último medio siglo ha desatendido y que aún hoy permanece desoída. La incomprensión y la omisión de este planteo, tanto en el ámbito académico como en la escena pública, podría obedecer, tal vez, a la responsabilidad de la propia filosofía y a ciertos prejuicios que aún recaen sobre ella. De cualquier modo, la hipótesis es en sí misma sencilla. No obstante, y a la vez, su enunciación puede resultar equívoca, ya que la similitud con otros planteos hace que el sentido común pueda construir ciertas ambigüedades y simplificaciones. Este texto pretende

desarrollarla con la mayor claridad posible.

La hipótesis expresa lo siguiente: la definición de la educación posee un carácter performativo que obliga a construir una particular relación pedagógica; la relación pedagógica es la relación política. Esto último es lo más importante, la hipótesis no dice –como tiende a interpretarse– que simplemente existe una relación entre educación y política, o un determinismo material que las condiciona por igual, sino que existe una lógica, la misma lógica, que ordena la relación pedagógica y la relación social. Esto es relevante políticamente porque la hipótesis sugiere que no es posible incidir en la relación social mediante la educación sin trastocar ciertos atributos de la relación pedagógica que la fundamenta, ya que ambas obedecen a una lógica que las trasciende. Tampoco dice simplemente que la escuela opera para evitar la desligazón social, sino que alberga en sí misma una lógica que participa en la construcción de cierto lazo social. Y la conclusión más importante es que la educación, por más urgencia que se tenga, no podría adoptar el estatuto de un derecho si no revisa la lógica que la constituye, esto es, el mecanismo de conformación de la relación pedagógica.

La incomprensión y la desestimación de esta hipótesis se manifiesta en ciertos malentendidos desplegados en el debate político y académico; por ejemplo, uno de ellos es cierta confusión sobre la obra de Jacques Rancière. Se podría señalar, incluso, que proviene de la simplificación de un particular concepto: el de explicación. Este reduccionismo circunscribe a la explicación únicamente al ámbito educativo. No obstante, las expresiones del autor respecto de este término son sugerentes, ya que emplea sintagmas como “orden explicador” o “lógica de la explicación”:

pasado el tiempo de las grandes promesas de igualdad por venir, los mecanismos de la progresión escolar sirven para reforzar la asimilación siempre más estrecha de la lógica de la dominación a la lógica de la pedagogía explicadora. La sociedad pedagogizada con la que Jacotot nos amenazaba es la que hoy nos gobierna. No son solamente los profesores y los manuales los que explican, son todas nuestras instituciones, nuestros ministerios, la miríada de comités y comisiones de todo tipo que ellos nombran, pero también nuestros diarios, radios y televisiones que son investidos en la tarea sin fin de explicarnos cualquier cosa, de las necesidades del mercado mundial a los diversos hechos, de las tendencias profundas reveladas por los últimos sondeos de opinión a los abismos psicológicos y sociales revelados por el menor “fenómeno de sociedad”. (Rancière 2008a: 20-21)

Pues, antes de la tiranía declarada, evidente, que prohíbe a los individuos la libre expresión de los pensamientos, existe la tiranía mucho más radical que les impide concebirse enteramente como seres pensantes. Esta tiranía no necesita de ningún aparato represivo ya que se identifica con un orden de cosas que ella hace reconocer como evidente por aquellos mismos a los que oprime. (12)

La explicación, para Rancière, no es un elemento específico del mundo educativo, sino que es una lógica que organiza la propia relación pedagógica y que la trasciende porque, en realidad, es constitutiva de relaciones en otros ámbitos de la vida social. La misma lógica opera en política, afirma, y para ello basta con leer Le Mésentente. Politique et philosophie (Rancière, 1995). De igual manera, la misma lógica opera en el arte: Rancière le dedicó un libro especialmente a este asunto, Le spectateur émancipé (2008b):

es la misma lógica del pedagogo embrutecedor, la lógica de la transmisión directa de lo idéntico: hay algo, un saber, una capacidad, una energía que está de un lado

–en un cuerpo o un espíritu– y que debe pasar al otro. Lo que el alumno debe aprender es lo que el maestro le enseña. Lo que el espectador debe ver es lo que el director teatral le hace ver. Lo que debe sentir es la energía que él le comunica. A esta identidad de la causa y del efecto que se encuentra en el corazón de la lógica embrutecedora, la emancipación le opone su disociación. (Rancière 2008b: 20)

Aunque en otro sentido, este carácter trascendente del concepto de explicación, que los especialistas en política educativa encuentran muy enrevesado de detectar, ya lo ha comprendido el feminismo desde hace algunos años. No es casual que haya propuesto un neologismo para esta forma de dominación y de violencia, y que el propio término incluya literalmente el gerundio de “explicar”: mansplaining (composición realizada a partir de los vocablos man –hombre– y explaining –explicando–).

Explicarle algo a alguien, transmitir un conocimiento que uno posee a otra persona, no constituye en sí mismo ningún acto de discriminación. El problema surge cuando la explicación es la lógica que configura la relación. Es decir, la explicación se transforma en un problema interesante para el abordaje filosófico, por un lado, cuando dispone un modo de subjetivación específico (cuando estructura una forma de dirigir la mirada sobre uno mismo) y, por el otro, cuando nomina y ordena los elementos de esa situación según un criterio diferenciador, por ejemplo, entre poseedores y no poseedores, entre inferiores y superiores, etc. La filosofía rancieriana ha comprendido la explicación, en el sentido particular que mencionamos, como una lógica subjetivante y desigualitaria.

¿Qué significa que la explicación, en tanto lógica, constituya un mecanismo subjetivante? Significa que la explicación se ha erigido como un régimen de visibilidad y de existencia respecto de los elementos que forman parte de una situación educativa. Una relación pedagógica será tal si quienes participan de ella son nominados, son tenidos en cuenta, de acuerdo con una serie particular de atributos y según una finalidad específica. Esto se vuelve evidente cuando recordamos la metáfora más extendida en los últimos tiempos para describir todo acto educativo: el triángulo pedagógico.

Quisiera dejar de lado aquí las derivas ontológicas que pueda requerir este concepto, pues ya las he abordado en otros artículos (Colella 2015a; 2018). Bastaría mencionar, como sugiere Camilloni (2014 ), el carácter performativo de la metáfora y cómo algo que inicialmente surge con una pretensión descriptiva termina por adquirir un atributo prescriptivo. El problema del triángulo pedagógico es su autodeterminación como ontológicamente totalizante: pretender que por fuera de las relaciones establecidas por la lógica de la explicación no exista nada que pueda ser llamado educación. La educación es en sí misma, nos cuenta aquella metáfora, el encuentro entre alguien que posee algo y alguien que no lo posee, porque el sentido de este encuentro es la transmisión. Fenstermacher (1986) le puso letras para que no nos confundamos: hay una persona (P) que posee cierto contenido (C) y que trata de transmitirlos a otra persona (R) que carece de ellos, de modo tal que P y R establezcan una relación para que R reciba C. He aquí la definición de la educación y, a la vez, el fundamento de la relación pedagógica. No nos referimos únicamente a las pedagogías más anticuadas, lineales o autoritarias, sino a las pedagogías reales de nuestro tiempo. Porque si bien la metáfora del triángulo pedagógico ha sufrido algunas críticas y todas ellas proponen algunas modificaciones (Ibáñez Bernal 2007; Gvirtz y Palamidessi 2008), ninguna termina por impugnar el fundamento de esa metáfora.

Rancière no pone en cuestión la descripción de la educación mediante la metáfora del triángulo pedagógico, lo que pone en cuestión es que esa lógica sea la única experiencia posible de construcción de relaciones y prácticas. ¿Y por qué es fundamental para Rancière desarticular el carácter totalizante de aquella lógica?, porque su hipótesis es que el carácter político de la educación no se vincula con las consecuencias de la transmisión de contenidos ni con la expedición de certificaciones, sino con las experiencias subjetivas vividas a través de la práctica educativa. Es decir, el modelo del triángulo pedagógico, aunque se propone como el fundamento mismo de la educación, es un modo de subjetivación particular que inscribe a los individuos a través de un mecanismo de diferenciación. No se trata de soslayar esas diferencias realmente existentes, sino de destacar que el principio que constituye esas relaciones tiene consecuencias de orden político. Todo esto es porque, como mencionamos en nuestra hipótesis inicial, la misma lógica que gobierna las desigualdades sociales es la que constituye las relaciones pedagógicas. En realidad, para expresarlo con mayor precisión, aquella lógica es la condición de posibilidad para la producción y reproducción de la desigualdad en nuestras sociedades democráticas, ya que trasciende el ámbito educativo para caracterizar con similares esquemas representacionales a la política, el universo productivo, el arte, la ciencia, etc.

Una experiencia disruptiva

La pedagogía puede contener también la historia de sus anomalías y peculiaridades: una serie de experiencias que, de un modo u otro, con mayor o menor eficacia, han logrado desafiar algún elemento constitutivo de aquella lógica totalizante. Estas experiencias disruptivas pueden resultar interesantes no como modelos paradigmáticos sino como expresiones de una disonancia que nos exhorta a reconsiderar las contradicciones originarias de la educación y a restablecer el interrogante por su carácter filosófico, político y emancipador.

En tal sentido, me interesa destacar aquí las prácticas educativas experimentadas por los individuos que enfatizan en la construcción de relaciones horizontales a partir de la autoorganización y la participación colectiva: la iniciativa de los propios individuos para construir su propia educación.

Simplemente a modo de testimonio de la existencia de otras formas de educación, propongo la descripción de una experiencia a nivel local. En las últimas décadas, en Argentina, se conformaron grupos de autogestión educativa con dinámicas disruptivas respecto de las propuestas por la mayoría de las instituciones de enseñanza. Estos colectivos autogestionados se convocaron especialmente, aunque no siempre, en diversas instituciones de educación superior del país. Generaron espacios comunes de aprendizaje y reflexión con la intención de diferenciarse de la construcción de vínculos jerárquicos y de la apropiación individual de los contenidos.

Los grupos son muy diversos entre sí y sus características son heterogéneas, no obstante, existen algunos aspectos que pueden estar presentes en la mayoría de ellos con un grado de consolidación diverso. Los principios que fundamentan estos espacios son los de autoorganización, horizontalidad, apertura y transdisciplinariedad, entre otros (Yamamoto y Repossi 2007).

La autoorganización apunta a sortear la distancia entre los miembros del colectivo de estudio y a implicarlos en igual medida sobre las decisiones que les atañen. Es decir, todos los participantes deciden colectivamente sobre los contenidos y las formas que configuran los procesos educativos del propio grupo. En consonancia con ello, la horizontalidad apunta a señalar que las diferencias existentes entre los participantes no implican una distinción en la capacidad respecto de la toma de decisiones. La divergencia de cantidad y cualidad de saberes y habilidades no se traduce en una estructura respecto de los roles a ocupar en el grupo. Y esto está ligado al tercer aspecto, la apertura, ya que se intenta destacar una capacidad intelectual y política común en vez de una diferenciación sustentada en determinadas carencias (de conocimientos previos, destrezas o aptitudes). La apertura refiere a que todo ser humano sin distinción y sin condicionamientos puede participar de los grupos. Asimismo, el aspecto transdisciplinario busca confrontar con la clasificación y jerarquización de saberes y perspectivas; ante ello, los seminarios proponen un abordaje multidimensional de los problemas tratados.

Estas prácticas educativas, que tienden a la disolución de la figura tradicional del triángulo pedagógico (P, R y C), en las que no se busca transmitir contenidos desde un individuo a otro, nos permiten representar situaciones educativas en las que emerge un sujeto colectivo. Pero un sujeto colectivo no es la suma de individuos, sino una construcción dinámica a través de una experiencia común cuando todos los participantes son considerados a partir de una igualdad. Estas prácticas no convocan a los individuos desde aquello que ignoran, desde aquello que les falta o que no poseen (no los interpelan a partir de una incapacidad), sino que lo hacen a partir de una capacidad, de una potencia intelectual compartida por todos. En este sentido, lo disruptivo no es del orden del método pedagógico, sino que está directamente asociado a la interrupción de una lógica que reproduce un modo particular de vincularse y de educar(se). El carácter político de la enseñanza, en este caso, sería determinado menos por la rentabilidad individual que suministra el conocimiento adquirido, que por las huellas subjetivas que imprime, individual y colectivamente, en tanto práctica social.

Huellas que son muy difíciles de captar a través de una investigación académica. Porque sería lícito decir que, en última instancia, dado este mundo que habitamos, lo importante y lo urgente es que la educación enseñe contenidos útiles y valiosos, ya que una persona mejor educada hace una sociedad mejor: el sentido común puede refutar en dos líneas nuestra hipótesis. Y es que los que participamos de un taller autogestionado no aprendemos mucho, no sabemos más, no nos volvemos más inteligentes ni más críticos. No podemos decir, como la ciencia sociológica, que descubrimos algo; tampoco podemos probar con datos estadísticos ninguna solución tentativa ni alguna justificación de una política estatal. Sabemos simplemente que allí algo pasa. Algo nos pasa: hay una nueva narrativa sobre nosotros mismos, otro modo de subjetivación. Nos reescribimos a nosotros mismos de una manera novedosa en relación con los otros. Sabemos, como Rancière, que aprender junto con otros sustraídos de un orden explicador produce una extraña forma de vincularnos en la vida por fuera del aula. En el caso de los seminarios autogestionados, el carácter político de la educación tiene que ver con un modo de construcción colectiva antes que con los resultados de una transmisión entre individuos, culturas o generaciones. Se trata, entonces, de la construcción de algo y no se trata de la transmisión de nada. Ahora bien, ¿cuáles son los problemas filosóficos y políticos asociados al concepto de transmisión?

El concepto de transmisión

Si bien en el último tiempo el concepto de transmisión fue objeto de algunas revisiones, tal como ha sucedido con el caso del triángulo pedagógico, estas críticas fueron parciales. Hay un libro especialmente dedicado a ello: La transmisión en las sociedades, las instituciones y los sujetos (Frigerio y Diker 2004). En él, es interesante la propuesta de Diker (2004 ) que nos advierte sobre la necesidad de interpretar la transmisión como algo que trasciende al objeto curricular y sobre la necesidad de permitir la trasformación de aquello que se transmite. Pero en el mismo acto de flexibilización del concepto de transmisión, la autora se ve forzada a relegarlo a los confines de la educación. Si bien reconoce que hay experiencias de enseñanza que activan procesos de transmisión, “el lenguaje de la transmisión no es el lenguaje de la pedagogía” (225).

Existen dos aspectos por los cuales esta revisión del concepto de transmisión confronta con la hipótesis aquí propuesta. En primer lugar, porque abandona desde el inicio la crítica a la educación del triángulo pedagógico: como la educación es eso y no puede ser otra cosa, entonces, nos advierte la autora, hay que referirse a la transmisión como un concepto que la trasciende. En la argumentación respecto de la diferencia entre educación y transmisión, asegura que en un proceso educativo no puede habilitarse a que se trasforme aquello que se transmite. En todo caso, la reconstrucción del conocimiento quedaría postergada para un ámbito diferente que el educativo. Es significativo que, bajo este marco conceptual, lo sustancial de un seminario autogestionado (si se quiere aprender filosofía se debe, en alguna medida, filosofar) quede por fuera del universo pedagógico:

Como afirmamos más arriba, lo propio de la transmisión es que ofrece a la vez una herencia y la habilitación para transformarla, para resignificarla. Los educadores no esperamos ni habilitamos generalmente que el alumno transforme lo que se le enseña, básicamente porque el conocimiento no admite que se lo transforme / recree

/ resignifique, sino bajo ciertas reglas y desde ciertas posiciones (básicamente las del campo científico). (Diker 2004: 226)

En última instancia, nos señala la autora, hay un mundo educativo que todos conocemos, el de la explicación, pero también hay otro en el que se deben vincular las generaciones nuevas con las viejas, el de la transmisión. Y mientras nuestra hipótesis dice que la relación pedagógica es la relación política, Diker las presenta como entes diferentes, que pueden vincularse tal vez, pero en última instancia, manifiesta, la “educación explicadora” es una cosa y la “relación social” es otra. No cuesta mucho advertir que detrás de expresiones tales como “natalidad” y “recién llegados”, asociadas al discurso educativo, está presente la figura de Hannah Arendt. Tampoco es difícil de rastrear en ella, con la indulgencia de que lo hizo más de medio siglo antes, esa separación problemática entre la relación pedagógica y la relación política:

Quiero evitar malentendidos: me parece que el conservadurismo, en el sentido de la conservación, es la esencia de la actividad educativa, cuya tarea siempre es la de mimar y proteger algo: al niño, ante el mundo; al mundo, ante el niño; a lo nuevo, ante lo viejo; a lo viejo, ante lo nuevo, Incluso la amplia responsabilidad del mundo que así se asume implica, por supuesto, una actitud conservadora. Pero esto vale solo en el campo de la educación, o más bien en las relaciones entre personas formadas y niños, y no en el ámbito de la política, en el que actuamos entre adultos e iguales y con ellos. En política, esta actitud conservadora –que acepta el mundo tal cual es y solo se esfuerza por conservar el statu quo– no lleva más que a la destrucción, porque el mundo, a grandes rasgos y en detalle, queda irrevocablemente destinado a la ruina del tiempo si los seres humanos no se deciden a intervenir, alterar y crear lo nuevo. (Arendt 1996: 288)

En Arendt hay una prescripción de separar la educación de la política. La educación se dirige a los niños y debe ser conservadora, es decir, debe obedecer a los principios de la autoridad y la tradición. En cambio, la política, dirigida a los adultos, obedece al nuevo mundo, donde la autoridad y la tradición son cuestionadas. Lo que no se advierte desde esta perspectiva es que la misma lógica que configura la relación pedagógica es la que constituye la relación política.

El texto, que con cierta inflexión nostálgica critica las nuevas formas de educación de la época en Estados Unidos, hace una especial mención a los nuevos métodos para enseñar una lengua extranjera, ya no como debe explicarse cualquier contenido, sino como se ha aprendido la lengua materna. Es muy sugestivo que la querella de Arendt apunte contra el pilar de la educación emancipatoria propuesta por Rancière, que elaboró su crítica a la lógica de la explicación con la ayuda de la figura de Joseph Jacotot, cuyo libro principal es Lengua materna, enseñanza universal (2008). Para Rancière, lo que prueba que puede existir una educación por fuera del orden explicador es, antes que cualquier cosa, el aprendizaje de la lengua materna, no porque para ese entonces se carezca de un maestro-explicador, sino porque antes que eso no existe un medio para explicar:

el ser que se supone virgen, al que el maestro se propone dar los primeros elementos del saber, ya ha comenzado hace mucho tiempo a aprender. Es por eso que la cuestión de la “lengua materna” está en el corazón de la relación entre tiranía y emancipación. El gesto inicial de la tiranía es en efecto olvidar que el niño que ella “comienza” a instruir ya ha hecho el más difícil de los aprendizajes: el de comprender los signos intercambiados por los seres humanos alrededor suyo y apropiárselos a su uso para hacerse comprender por ellos. (Rancière 2008: 14-5)

En segundo lugar, la propuesta de Diker confronta con la hipótesis planteada al inicio de este texto por la genericidad con la que se presenta el concepto de lazo social. Es decir, el texto de Diker no presenta lazos sociales (en plural), no considera formas diversas de enlazamientos, simplemente hay un lazo social producto de la transmisión. Y esta hereda la cualidad de genericidad del lazo social: no hay abordaje crítico de las formas de transmisión, hay simplemente necesidad de ella.

El lazo social existe, en todo caso, en la medida en que un proceso de transmisión se activa, es decir, cuando hay traspaso de algo (Diker 2004: 224).

La eficacia de la transmisión se juega, antes bien, en el acto mismo de enlazamiento, en ese movimiento de inscripción y des-inscripción que habilita, y en la creencia en la autoridad de aquellos que transmiten. (228-9)

Podemos identificar en la historia de la pedagogía moderna, algo que en absoluto podríamos vincular al condescendiente sentido de transmisión proyectado por Diker, pero que resume en una breve frase la oposición entre educación y ruptura del lazo social. Tal es el caso, por ejemplo, de Rousseau, quien una década después de la publicación de Emilio, en Consideraciones sobre el gobierno de Polonia (1771-1772), señala la necesidad de conducir a los hombres, mediante la educación, hacia un orden político justo que garantice la libertad:

Es la educación la que debe dar a las almas la fuerza nacional, así como dirigir de tal manera sus opiniones y sus gustos que lleguen a ser patriotas por inclinación, por pasión, por necesidad. Al abrir los ojos, un niño debe ver la patria, y hasta la muerte no debe ver otra cosa. (Rousseau 1988: 68)

Esta idea constituye, con las diferencias que imponen los diversos contextos históricos, un antecedente respecto de la transmisión como aquel recurso encargado de evitar la ruptura del lazo social. Ese par de conceptos contrapuestos (transmisión o desligazón-social), con algunas adaptaciones propias del devenir de las sociedades democráticas, ha llegado hasta el discurso de nuestros días. De este modo, la actualización de esta oposición con frecuencia se nos presenta como “transmisión o no-política”. Y esto en alguna medida comparte con la propuesta de Diker el hecho de que no nos permite pensar críticamente en las consecuencias de las formas de transmisión, sino simplemente considerar su necesidad.

Esta hipótesis de contradicción entre “transmisión” y “ausencia de la política” contiene en sí misma diversos presupuestos epistemológicos y ontológicos respecto de, por un lado, la configuración de una situación educativa (en la que se despliega una transmisión) y, por el otro, las diferentes caracterizaciones que delimitan un sentido específico del concepto de “política”. Empecemos por esto último.

La disyunción en cuestión (transmisión o no-política) define a la política por su carácter negativo: ella sería la encargada de evitar la ruptura del lazo social. Esta fórmula negativa de la política encuentra razonablemente su justificación más urgente luego de la Segunda Guerra Mundial. Lo perentorio de la política es, antes que nada, evitar el mal. Y la función de la educación, como herramienta fundamental de la política, es impedir el resurgimiento del mal. Todo esto encuentra su máxima síntesis en la expresión de Theodor Adorno: “que Auschwitz no se repita”.

La exigencia de que Auschwitz no se repita es la primera de todas en la educación. Hasta tal punto precede a cualquier otra que no creo deber ni poder fundamentarla. […] Cualquier debate sobre ideales de educación es vano e indiferente en comparación con este: que Auschwitz no se repita. (Adorno 1966: 80)

Hemos hallado aquí la contradicción filosófica y política más importante de las últimas décadas: podríamos identificar en la historia de la filosofía reciente dos grandes paradigmas, uno dedicado al cuidado de lo diverso (recordemos a Arendt y a Adorno) y otro dedicado a la construcción de lo común en los intersticios de una novedad. Para unos, la educación es la transmisión entre diferentes, es la encargada de “presentar el mundo” a los recién llegados a través de un ritual de pasaje. Para otros, en cambio, la educación asume un carácter emancipador cuando se fundamenta en un encuentro entre iguales y se aborda lo intransmisible de una novedad. Con ciertas diferencias entre sí (Colella 2015b), los mayores exponentes de este último paradigma son Alain Badiou y Jacques Rancière.

Un paradigma emancipatorio, no concibe a la política como aquella que evita o impide la ruptura del lazo social. Por el contrario, para Badiou esa posición es conservadora ya que despoja a la política de su potencialidad creativa y afirmativa. Es el Estado el encargado de evitar la desligazón social. Por el contrario, antes que evitar la desligazón de elementos individuales, la política aúna el despliegue creativo y acontecimiental de un cuerpo colectivo. Se trata, especialmente, de diferenciar una política estatal de una política emancipatoria. Entonces, la oposición inicial, según este enfoque, debería sufrir una reescritura: transmisión o no-política-estatal.

Badiou (1993) denuncia la existencia de una ética condescendiente con una concepción conservadora de la política. En ese sentido, la promoción de una ética de los derechos del hombre tiene en ocasiones, para el autor, el objetivo real de acabar con las ideas propias de una política de emancipación. Esta perspectiva negativa de la política, señala Badiou, al enfatizar en la noción de mal radical, muestra su incapacidad para nombrar y perseguir un bien. Por eso, en materia educativa, en el horizonte de este enfoque se halla la continuidad entre transmisión y política. El concepto de transmisión, por más transigente y vasto que sea el sentido considerado, puede servir para evitar la desligazón social y ciertas calamidades de la historia, pero pareciera que no sirve para evitar otros males como los que se reproducen día a día en nuestro mundo actual. Para ello hay que dar un paso más e interrogarse: además de reducir la desigualdad, ¿la educación puede construir igualdad?

Y aquí aparece una segunda cuestión que mencionamos antes: el sesgo ontológico y epistemológico. La perspectiva de Diker o de Arendt o, en realidad, del paradigma que las contiene, solo propone pensar la educación desde la ontología de lo uno que delimita los elementos y las relaciones del clásico modelo del triángulo pedagógico. Para sostener el concepto de transmisión dentro del esquema triangular, fundamentan la relación pedagógica en una serie de nuevas distinciones: adultos/ jóvenes, experimentados/no-experimentados, donadores/no-donadores, quienes dan la posta/quienes la toman prestada, quienes transitan el tiempo de pasaje/quienes transitan el tiempo de formación, etc.

Por el contrario, el paradigma emancipatorio señala que todo acto educativo se funda en la verificación de una igualdad. Y esa igualdad en acto es una potencia creativa de orden intelectual. Esta potencia intelectual se ejerce o no se ejerce, se pone en acto o no, se verifica o no, pero es intransmisible. La igualdad no es producto de lo que se transmite de un individuo a otro, es la consecuencia de un encuentro que sobrepasa la pluralidad de los elementos que la componen: solo en este caso sería lícito utilizar la denominación de sujeto colectivo.

En el paradigma arendtiano se transmite mundo, se pasa lo que hay. Sin embargo, hay en todo ser pensante un elemento que es intransmisible: la capacidad de interceder, atravesar y reconstruir los saberes que enuncian lo que hay. Se trata de pensar, en un caso y en el otro, las consecuencias filosóficas y políticas, por un lado, de una educación vinculada a la transmisión de lo que hay y, por el otro, de una educación orientada a la verificación de una capacidad universal. El despliegue de esa capacidad no es espontáneo, lo sabemos, por eso obedece a un principio y a una voluntad de orden político. Pensar las consecuencias de la educación en este sentido es comprender que existe una conexión entre las formas de transmisión, las formas de la política, las formas de construcción de la relación pedagógica y las formas de ordenamiento social. Esa es nuestra hipótesis original, que no enuncia lo que todos ya comprendemos, a saber, que existe un vínculo entre la educación y la sociedad, sino que plantea la existencia de una continuidad imperceptible entre ellas, que nos hace creer que podemos lograr contener y mitigar los males sociales por medio de una práctica educativa que conserva para sí misma una metáfora, en apariencia inocua, todavía incuestionada. Tal es la creencia, que antes de considerar esta hipótesis, la urgencia nos ha llevado a postular una particular educación como un derecho universal.

La educación como derecho

Que la educación se ha convertido, cada vez más, en un elemento fundamental del discurso sobre la estructuración social es algo que la sociología ha detectado con premura, basta con mencionar la especialización en temáticas educativas que desarrolla Pierre Bourdieu desde la década del sesenta. Es también cierto que la sociología más actual (por ejemplo, Dubet, 2010) ha explicado cómo el impacto social de los títulos expedidos por las instituciones educativas ha sufrido, a la par de la desigual masificación entre los diferentes niveles y las diversas regiones del planeta, una inflación y una posterior devaluación. Hay una cosa que es lícita permitirle objetar a la mirada urgente y pretendidamente pragmática: hay menos chances que un individuo educado (en comparación con alguien que no lo está) caiga en las peores desgracias sociales.

Sabemos que esa no es una mirada política en toda su dimensión, porque se detiene apenas en una parcialidad, en un corto plazo, en las reducidas maniobras que nos deja el mundo tal cual es. Sabemos, también, y más que cualquier otra cosa, que esa no es una mirada filosófica, porque no quiere repensar ni la igualdad ni la justicia, porque no quiere horadar los fundamentos educativos ni sociales, porque no quiere dirigirse a la universalidad. Más bien se conforma con una comprobación respecto del hoy, no tiene historia ni futuro. Hoy, asegura, cuantas más personas accedan a un título universitario, más personas tendrán una vida menos indigna. Sin embargo, la sociología ha advertido sobre el ayer, demostrando cómo las certificaciones de nivel primario o secundario, inicialmente, tenían efectos beneficiosos, especialmente cuando coincidían con etapas históricas de pleno empleo, pero también ha señalado cómo a medida que fueron extendiéndose hacia toda la población, se comenzó a requerir otro tipo de diplomas o de criterios para la (misma y desigual) distribución social. Requerimientos que, como sabemos, no son universales, es decir, no implican a todos por igual: el destino social de individuos de sectores acomodados generalmente no se decide por sus estudios alcanzados. Y si la sociología hizo su advertencia sobre el pasado, la filosofía debe realizar una intervención respecto del futuro: la educación jamás podrá igualar lo que la sociedad desiguala si no somete sus fundamentos a una crítica radical. Tal es así que la filosofía observa la circularidad entre el mundo educativo y el universo productivo, piensa sus continuidades y rupturas, intenta advertir sobre ese lazo invisible que constituye la hipótesis aquí presentada. En este sentido, la mirada urgente no puede ser esencialmente filosófica ni política.

Sin embargo, en los últimos años hubo algunos esfuerzos por pretender que así lo sea, tal es el caso del libro Filosofía y política de la universidad, de Eduardo Rinesi (2015). Según el autor, la universidad será un derecho si a ella pueden acceder todos los individuos que así lo deseen y si estos pueden aprender y graduarse en un plazo razonable. Es tan interesante lo que el libro dice como sugerente lo que omite. No sólo la mirada puertas adentro omite la clásica distinción entre el output y el outcome de la universidad, sino que si se trata de pensar en la gratuidad universitaria, la educación pública asume, para Rinesi, la impoluta condición de no ser nada parecida a una mercancía, a un bien que se compra o se vende, no obstante, se omite la mención a las derivaciones de la educación universitaria más allá de sus muros, pero para lo que ella misma fue orientada, para la transmisión de saberes útiles y para la expedición de licencias que van a ser moneda de intercambio en el mercado laboral. De este modo, la educación superior asume la extraña condición contradictoria de no ser, declarativamente, una mercancía, pero de seguir siendo, de hecho y de derecho, una mercancía.

En el libro se menciona en reiteradas oportunidades que la propia institución “no debe poner excusas” para no cumplir efectivamente con garantizar el derecho a la universidad, pero no hay ninguna mención a lo que la sociedad hace con esos estudios universitarios. Y esto es posible, entre otras cosas, porque se ha excluido la hipótesis de una conexión entre la relación pedagógica y la relación social. Mencionamos anteriormente que esta hipótesis devenía de los estudios de la obra de Jacques Rancière. Sin embargo, Rinesi utiliza de forma explícita y debidamente referenciada la noción central de Rancière para elaborar una argumentación particular. Mientras que el concepto de igualdad es empleado en Le maître ignorant (Rancière 1987) para trastocar la relación pedagógica, en Rinesi el concepto de igualdad es empleado para justificar el hecho de que todos los individuos tienen derecho a ser incluidos en aquella relación pedagógica para luego obtener beneficios sociales de ella. Es decir, en una discusión contra un sector conservador y elitista que siempre encuentra razones por las cuales afirmar que la universidad es para pocos, Rinesi argumenta que todas esas razones (desigualdad de origen, falencias de niveles educativos anteriores, etc.) pueden ser confrontadas contra la igualdad rancieriana (la igualdad como punto de partida). Lo que termina por decir Rinesi es exactamente lo contrario que intenta plantear Rancière: como todos poseen una capacidad universal común, todos tienen la posibilidad (y el derecho) de ser explicados, de aprender y de obtener un título universitario. Tal conversión puede realizarse porque no se percibe ningún vínculo entre la pirámide educativa (el triángulo pedagógico) y la pirámide social.

Y esa falta de percepción entre una y otra se evidencia claramente en el siguiente fragmento de una entrevista realizada a Eduardo Rinesi:

Es que ahí está la confrontación de dos lógicas, que a nosotros nos gusta hacer confrontar. La verdad es que la historia de la universidad pocas veces las confrontó. Por un lado, está la lógica meritocrática, jerárquica, investigativa, académica. Y uno podría decir que la encuentra más o menos razonable, por la sensación que es razonable que el tipo que más estudió sea reconocido. Eso está fuera de discusión. La universidad siempre tuvo ese principio meritocrático también como principio de organización interna. El asunto es que, para cuando esa institución, que tiene mil años –tiene muchos años la universidad–, entra en un siglo que es el siglo XX, solo en la Argentina comienza con esa novedad interesantísima que fue la Reforma de 1918 que conmovió un esquema muy jerárquico de organización; […] El 1968 francés se parece mucho en sus consignas, en su educación democrática al 1918 cordobés que es como el intento de decir esto que decís vos, no cuestionamos que el posdoctor que sabe un montón de que sé yo que sea titular de cátedra y nos puede tomar un examen, cuestionamos que su voz valga más en término de la autoorganización democrática de la universidad. (Ruggiero 2018: 16)

El problema, diría Rancière, es que no son dos lógicas, es una y la misma. Le alcanzaría a este ensayo con decir simplemente eso: que las relaciones que se construyen dentro del aula tienen continuidad con las que se erigen en los consejos universitarios, en las salas de teatro, en las asambleas y en el Congreso Nacional, en los espacios laborales, en las calles y en los estadios de fútbol. Si en algún momento histórico esta hipótesis apareció con mayor intensidad fue en el Mayo francés de 1968, allí no había dos lógicas sino una y la misma: la impugnación al cientificismo era la propia impugnación, puertas afuera de la universidad, a la dominación obrera. La objeción al magisterio se cimentaba sobre los mismos argumentos con los que se levantaban las barricadas contra la patronal. Tal es así que esa experiencia fue la que llevó a Rancière a romper con su propio maestro, Louis Althusser.

El derecho a la educación, planteado en los términos que se viene haciendo, tiene un problema fundamental, y ese problema es que parte de una exclusión inicial. Esa exclusión constitutiva del derecho a la educación es a la que le opone Rancière su concepto de igualdad como punto de partida. Esa exclusión se elabora con buenas intenciones de la forma siguiente: la educación es un derecho, por tanto, existiría una segmentación tácita entre quienes son parte constitutiva de la educación y aquellos que, privados de ella, deberían tener derecho a percibirla. De un lado están los que hacen o proporcionan la educación y, del otro, los que deben obtenerla o recibirla. La consigna “derecho a la educación” presenta cada vez más a la educación como el derecho de las víctimas, el derecho de aquellos que aún no son capaces de ejercer por sí mismos sus derechos, entre otras cosas, porque no están del todo formados para hacerlo. La circularidad tautológica de este planteo no deja salida a otra cosa más que a la reproducción del modelo triangular y de la lógica que lo sustenta.

Salirse del triángulo pedagógico es asumir la igualdad de un modo sustancialmente diferente. En este sentido, la educación no es meramente una transmisión o un salvavidas que se lanza a las nuevas generaciones de las familias pobres. La educación que no se pretende mercancía no se da ni se recibe, sino que se hace. Un auténtico derecho universal a la educación implica que esa educación sea pensada y decidida, sin exclusiones, por todos (tal como nos enseñan, por ejemplo, los seminarios autogestionados). La educación emancipatoria es algo que se construye desde el común, es un espacio colectivo, intencionalmente sostenido por una comunidad para pensarse y reinventarse a sí misma. Es una práctica política milenaria que, si pretende ser un derecho, en cada situación particular debe reiniciarse e implicar a todos en la pregunta sobre el significado de sí misma: ¿por qué estamos acá juntos?, ¿quién educa a quién?, ¿cómo nos educamos?, ¿quién es, en última instancia, el sujeto de la educación?

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