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Revista de filosofía

On-line version ISSN 0718-4360

Rev. filos. vol.78  Santiago Dec. 2021

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-43602021000100263 

Documentos

La formación en humanidades: desafíos actuales. Clase inaugural, año académico 2021. Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile

Marcos García de la Huerta1 

1Universidad de Chile, Chile

Agradezco al decano Carlos Ruiz haberme dado esta oportunidad de compartir con ustedes algunas reflexiones sobre la situación de las humanidades, la formación humanística y la cuestión ineludible de las circunstancias en las que debemos dictar las clases en las condiciones pandémicas actuales. Agradezco igualmente a ustedes su interés por esta clase inaugural.

Sobre el primer punto –la enseñanza de las humanidades–, cabe distinguir dos situaciones. Si se da en el marco de otras profesiones –periodismo, medicina, ingeniería, abogacía, etc.–, la formación humanística es complementaria y uno de sus propósitos es neutralizar el autocratismo disciplinario, lo que se suele llamar deformación profesional. Desde luego, caben en la enseñanza profesional materias como la ética, la lógica de la argumentación, la teoría de sistemas, así como cursos especiales de literatura, historia y filosofía, que buscan familiarizar al futuro profesional con otros modos de pensar y ampliar su horizonte de comprensión del mundo. En cambio, su apertura al tipo de sociedad en la que vive, el compromiso y responsabilidad con ella, son parte de la formación del ethos ciudadano, un aspecto que excede la educación técnico-profesional y contribuye a la formación del sujeto de la democracia. Porque democracia no es solo una forma de gobierno, una tecnología de la convivencia o un conjunto de normas, que regulan la vida social; tampoco es de izquierda o de derecha, aunque permite que haya o siga habiendo izquierda y derecha, y sobre todo, no puede funcionar sin ciudadanos. Formar al profesional ciudadano es, pues, un objetivo superior de la enseñanza de las humanidades, tanto en escuelas profesionales como en facultades humanísticas.

Es posible hacer extensivo a las pedagogías lo dicho sobre la enseñanza de humanidades en las llamadas profesiones liberales, porque el campo en el que se ejercen disciplinas como la literatura, la historia o la filosofía, es mayormente la docencia. En cuanto a la enseñanza de humanidades en facultades de humanidades, no hace falta gastar palabras para enfatizar su importancia. Pero, como también en las humanidades se da, con otras características quizá, el autismo disciplinario, vale para ellas la necesidad de complementar la formación en la propia disciplina con otras cercanas, afines o simplemente con educación general. ¿Qué ramo o disciplina particular le enseña a uno a comprender el mundo en que vive, a elucidar la cuestión sobre quiénes somos y qué papel podemos desempeñar en aquel? Este tipo de interrogantes, no debería quedar fuera de la formación humanística: se reproducirían, en otro formato, las debilidades y limitaciones, que se les imputan a las profesiones. La especialización y la cultura experta, cada vez más necesarias en el mundo actual, también en el área humanística, representan un riesgo de de-formación.

Respecto a la pregunta sobre cuál debería ser el papel de las humanidades en la universidad, baste por ahora señalar que no existen universidades sin educación humanística. Y, aunque uno no comparta la divisoria entre cultura científico-técnica y cultura humanística (Charles Snow), las humanidades tienen diferencias con las carreras profesionales. No tanto con las ciencias, porque, aparte de los métodos interpretativos propios de las llamadas ciencias del espíritu, las humanidades comparten con la investigación científica un aspecto fundamental, consiste en que su valor intrínseco predomina sobre su valor instrumental o utilitario. Las profesiones, en cambio, poseen sobre todo valor instrumental. Se dirá que la ciencia posee altísimo valor instrumental, que sus aplicaciones son más productivas y hasta lucrativas que cualquier profesión. Pero me refiero a la investigación, a la práctica de la ciencia, que requiere ante todo de amor al conocimiento, es decir, que el sentido de la práctica científica se halla en ella misma, independientemente de sus logros útiles. La tesis inversa, según la cual el sentido de la ciencia se halla en la técnica, en el conocimiento aplicado, responde a la cuestión ¿Para qué la ciencia?; y nuestra pregunta es ¿Por qué la ciencia? Me parece que la respuesta es análoga para las humanidades, pues, al igual que las ciencias, estas se practican por mor de sí mismas, al margen del beneficio o ventaja que procure el saber disciplinario. Perfeccionarse en cosas inútiles no le convierte a uno en un perfecto inútil, salvo que tenga una inclinación muy acentuada.

¿Es la inteligencia artificial un área de complementación científico-humanística? Si la programación computacional, pongamos por caso, requiere de filósofos, filólogos y lingüistas, ¿por qué estos no deberían suplir su formación en el pensar reflexivo con alguna forma de adiestramiento en el pensar calculante o computante?

No existen universidades sin educación humanística, decíamos. Las llamadas profesiones liberales podrían, en rigor, enseñarse en institutos profesionales o en escuelas técnicas; pero una universidad que resolviera erradicar de sus aulas la reflexión libre e informada, la argumentación razonada, el pluralismo y la autonomía de pensamiento, renunciaría a su razón de ser. La academia nació de un intento por salvaguardar la libertad de pensamiento, de reservar un lugar a la crítica razonada, un espacio donde no haya límites al preguntar y no se descalifique ninguna pregunta.

Ese fue el propósito de Platón al crear la primera Academia en Atenas. Pensó en un lugar de cultivo del saber y del arte de la argumentación racional, un espacio depurado del oprobio y la injusticia que reinan en la polis. Hubo dos experiencias en la vida de Platón que han debido influir en esa decisión; dos vivencias que provocaron un distanciamiento en él, una animadversión contra la política, pero no mellaron su convicción de que la independencia de pensamiento no puede ser erradicada de la polis. Una de ellas, fue la condena al exilio de Sócrates, decretada por los jueces atenienses, y que le condujo a la muerte; la otra, fue la pena de destierro que el propio Platón sufrió a manos de Dionisio II, el tirano de Siracusa, y que le valió ser subastado como esclavo en el mercado de Egina. Afortunadamente, pudo ser rescatado por su amigo Aníceres, pero estas dos experiencias dejaron una huella, que redobló su convicción de que la libertad y la crítica son esenciales a la polis. También son inherentes a la universidad; las academias modernas retuvieron de la Academia griega esas dos dimensiones irrenunciables: de allí que se organizaran en torno a las humanidades. La universidad no puede renunciar a ellas sin traicionar lo que es ¿Podría la universidad renunciar a las pedagogías?

Hasta no hace mucho, la enseñanza en humanidades se dictaba en Chile en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, que se llamaba Facultad de Filosofía y Educación. Al final de la carrera, los alumnos elegían tomar los cursos de pedagogía si querían titularse de profesores. En caso contrario, se graduaban de Licenciados en la disciplina de su elección. La exigencia de una tesis era la misma en ambos casos. Me parece que la imbricación entre pedagogía y humanidades que se produjo en el Pedagógico, fue bastante lograda. Pero llegó un momento en que se las separó: las pedagogías se ofrecieron en una nueva universidad creada para el efecto, que se llamó de las Ciencias de la Educación, y a las humanidades la mandaron a la punta del cerro, más precisamente, a las laderas de los cerros, en La Reina, como si no tuvieran nada que ver con la educación, y los humanistas ejercieran en el topos uranos y trasmitieran su saber por osmosis a cuerpos gloriosos.

La presencia de las humanidades en el mundo no se reduce a las pedagogías, es cierto, pero el sincretismo institucional entre ambas condiciona su modo de ser en el espacio público y su relación con el poder. La profesión de político predispone a pensar en el plazo corto y en la propia carrera: es natural. No entra mayormente en cuenta, en eso, que haya crisis de las humanidades. En cambio, la falta de profesores se impone como la fuerza de gravedad.

La relación entre las pedagogías y las humanidades es una cuestión controversial y la idea que cada uno se haga al respecto, mientras se mantiene como opinión privada, no hace daño. Pero la opinión de que son diferentes, llevó a que deben estar separadas, y cuando eso se convirtió en política pública, alteró por completo el marco institucional de la enseñanza humanística. Se habla mucho de la crisis de las humanidades en el mundo actual, pero nosotros deberíamos hablar más bien de derrota histórica de las humanidades; fueron los propios humanistas, por lo demás, los que se pusieron la soga al cuello, los militares no tuvieron más que apretarla.

Entretanto, se ha creado una situación distinta y es difícil, de buenas a primera, revertirla: la historia no es rebobinable. Queda en pie, sin embargo, que el desguace de la Facultad de Filosofía y Educación no dio los réditos esperados, la simbiosis entre ambas se degastó y el ciclo que se inicia, pandemia mediante, trae nuevos y enormes desafíos. Me pregunto, al mismo tiempo, si esa erosión institucional no es parte de un fenómeno mayor: un proceso lento, soterrado, hasta cierto punto anónimo y de larga duración, que ha venido socavando cada una de las instituciones de este país, y ha debilitado hasta las bases su democracia. Abarca al mundo entero, sí, pero alcanza sobre todo y más gravemente a los países de menor espesor cultural. La crisis de las humanidades y la descomposición del debate político, son síntomas –manifestaciones, señales–, de la misma crisis, y una muestra, al mismo tiempo, de que la política no es solo cuestión de poder, también es cuestión de ideas.

En lo inmediato, tendremos que contar, por lo menos este año, con confinamientos y restricciones a las libertades fundamentales; limitaciones análogas a las que soportan los presos en las cárceles, los enfermos en los hospitales, los locos en los hospicios, las poblaciones en guerra. La pandemia es una especie de guerra contra un enemigo invisible, silencioso, con armamento desconocido. Si se cierra todo, morimos todos; si no se cierra nada, habrá más muertos de la cuenta. El rechazo a las medidas de protección y autoprotección parece más una expresión de hastío y desesperación, que otra cosa.

La pandemia trajo cambios en las condiciones de vida y en las condiciones de muerte; se ha desritualizado la muerte y convertido en numérica, solitaria, estadística. A medida que se va extendiendo la enfermedad, vamos descubriendo que la catástrofe sanitaria trae también crisis económica, crisis educacional, sicológica y política. Vamos viendo que los desastres vienen en rachas, que las crisis se agregan, se acumulan y potencian unas a otras. Tenemos que suponer que vamos a seguir viviendo y responder a estas nuevas condiciones de trabajo y estudio. La prolongación del actual estado de cosas significa que saldrá una generación de graduados, que les tocó formarse en cursos en línea durante uno, dos o más años. La primera cuestión, entonces, es hasta qué punto la presencia hace una diferencia sustantiva con la clase en línea. Se presume que la hay, pero si se consolida la percepción pública de una brecha, significaría una desventaja. Es preciso enfrentar con veracidad esa situación.

La enseñanza en humanidades se realiza básicamente a través del lenguaje; trabajamos con palabras, no se requiere tanto de laboratorios, experimentos y actividades en terreno, como de lectura y comunicación, mucho diálogo y comunicación. Todo eso se puede hacer en principio por la red. En principio, porque la interacción, la colaboración y el intercambio se dan en la convivencia; no aprendemos solo de los libros. Sin el contacto directo y la presencia quedan como sustitutos el lenguaje y la

imagen. ¿Será suficiente?

“Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Esta frase de Wittgenstein, si se la interpreta libremente, sugiere que mi mundo, la comprensión que tengo del mundo, se juega íntegramente en el lenguaje. La frase invertida dice lo mismo: los límites de mi mundo son límites de mi lenguaje. Uno habla, escribe, escucha, lee, conversa y se comunica también por la red, de modo que no habría, en este aspecto, mayor incidencia de la presencia: una clase en línea enseñaría tanto como una presencial.

Si se admite que el ejercicio de la palabra –el acto de hablar y dialogar, argumentar, persuadir, disentir o concordar con el otro– puede darse tanto en una alocución virtual como en una presencial, resta, de todos modos, que el medio de comunicación no es el mismo. El medio impone ciertas reglas, tácitas o expresas, a los actos de habla. Esto lo han tratado abundantemente los antropólogos de la comunicación. Mac Luhan mostró que los medios son constitutivos de los mensajes, es decir, no son externos a ellos: el medio condiciona el mensaje. El título de uno de sus libros es un juego de palabras: The Message is the massage (el mensaje es el masaje). Leer un libro impreso puede ser equivalente a leerlo en pantalla, suponiendo que los efectos sobre nuestro cuerpo, especialmente sobre la visión, son semejantes. En cambio, no es lo mismo escuchar que leer; es distinto oír un discurso por radio que verlo en televisión, y así por el estilo: el tipo de mensaje requiere de una determinada disposición de nuestro sistema sensorial y motor, a la vez, que provoca respuestas sensoriales y motoras específicas: el medio importa, es masaje.

Empleamos el mismo término “lecciones” o “lecturas” para designar las clases orales. Esta sinonimia se da también en otros idiomas: las lectures, las lecons y las Lesungen alemanas. Los profesores alemanes suelen dictar sus cursos ciñéndose a escritos y se llaman lecturas, a pesar de su oralidad. En este caso, la presencia parece superflua; y no es así: se suple la diferencia con tutorías, clases auxiliares y ayudantías, en las que se explican y discuten las ideas y temas expuestos en cátedra.

Menciono esto, porque este tipo de complementos es instructivo para nuestro tema. Se trata, justamente, de evitar que la educación en línea deje cicatrices, o sea, produzca una brecha o diferencial formativo. ¿Qué hacer para evitarlo? Desde luego, es preciso hacer lo posible para que nadie quede privado de acceso a la red. Tal vez haya que prestar atención diferenciada a algunos estudiantes o a grupos, averiguar hasta qué punto se sobreponen a las nuevas condiciones, recurrir a cursos de nivelación o incluso a algún tipo de diferencia curricular. Crear, asimismo, instancias de evaluación diferentes a las habituales de los cursos, orientadas a detectar rezagos y enmendarlos a tiempo. Es preciso imaginar paliativos de la brecha.

¿Pero existe, efectivamente, una brecha? A los cursos en línea les falta, desde luego, el diálogo, el trabajo en grupos, la cooperación, etc., pero sobre todo les falta el entorno, la escuela, que es un espacio de socialización. Esto vale para el liceo con mayor razón, por tratarse de menores, pero la universidad está sujeta al orden de la convivencia y del poder, como cualquier institución.

La presencia, el estar ahí de cada uno con los otros, es inherente a nuestra condición y es insustituible: ni la imagen ni la oralidad y menos la sola escritura, pueden sustituir la presencia. Se podría aducir, que el habitar en un ámbito artificial, –una cápsula espacial, la Luna o Marte–, continuaría siendo una existencia intramundana. Hay quienes anticipan que las condiciones de vida humana post pandemia jamás volverán a ser lo que eran, que las nuevas tecnologías y prácticas desarrolladas en pandemia tenderán a hacerse permanentes, y que la digitalización, la automatización y la robótica crearán condiciones de vida distintas a las conocidas.

Es posible que surjan nuevas realidades y que los humanos adopten formas de conducta que hoy parecen paradójicas o aberrantes. Esto se venía produciendo desde mucho antes. Japón encabeza la producción de espacios virtuales; han creado mascotas artificiales, que sustituyen ventajosamente a los animales domésticos: la gente se encariña con ellos, los niños juegan con estos peluches, a ellos no les afecta el encierro y son mucho más limpios. También han comenzado a celebrarse matrimonios de un humano con un holograma. El novio en uno de ellos, Akihijio Kondo, experimentó un flechado con el holograma, un flechazo demasiado humano, pero ya se anuncia que en el futuro el conyugue será diseñado y fabricado a pedido. Se dirá que la unión con un holograma no es propiamente un matrimonio, que el peluche no es propiamente una mascota, que la vida en una cápsula lunar no es propiamente mundana, y así por el estilo. No deja de ser sugerente que en la analítica de la existencia, Heidegger evite emplear la palabra hombre, humano, por estar lastrada, según él, de prejuicios antropológicos de la tradición. Usa el término alemán Dasein, traducido como “ser ahí” y que, mientras está ahí, habita como un ser en el mundo. La omisión del término “hombre” se presta, sin embargo, para otras lecturas, pero eso nos llevaría demasiado lejos.

Si las condiciones de vida se alteraran radicalmente, lo que es improbable, pero no imposible, querría decir que la existencia humana intramundana que conocemos, se convirtió en una trans-humana y trans-mundana, de la que no estamos en condiciones de hablar. Y “de lo que no se puede hablar es mejor callar” (Wittgenstein de nuevo).

La diferencia entre lo presencial y lo virtual no habría que buscarla en la clase misma, decíamos, sino en el entorno de la escuela, de la universidad, en este caso, que es una especie de mini ciudad, un espacio de socialización, que aspira a instaurar relaciones que tienen por objeto la trasmisión del saber y como referente fundamental, el discurso verdadero. Esto diferencia el discurso académico de la charla común y corriente, por una parte, que no está sujeta necesariamente a las mismas exigencias. Y, por otra parte, se diferencia también del discurso político, en el que no se trata de producir solo efectos de saber y verdad sino sobre todo adhesión y efectos de poder. En este aspecto, el “fraseo político”, como lo llama Kant, –la “habladuría” (Heidegger)–, pertenece a la “competencia”. Pues hay un saber relativamente seguro al respecto, por lo menos en lo que se refiere a la administración y las políticas públicas. Es posible afirmar con bastante seguridad: esto es plausible, en cambio, esto otro, no es un camino y lo más probable es que conduzca a un despeñadero. No se trata de “política científica”, es solo que las pruebas de ensayo y error ya se hicieron en la materia, y tuvieron costos colosales. Es posible, entonces, exigir de los oficiantes, que salgan de su ignorancia antes de aprender haciendo pagar a otros por ello.

Un espacio de socialización es, desde luego, un lugar donde se producen relaciones de asociación, cooperación, reconocimiento y emulación. Todo eso lo hemos dado por sentado; también dimos por sobrentendido que las clases en línea suponen el acceso a la red: es indispensable, pero no está garantizado, y eso hace otra diferencia. El contingente de alumnos en la enseñanza del liceo el año pasado descendió en 40 mil estudiantes; en parte se debe a las dificultades propias de la educación en línea y en parte a las condiciones creadas por la pandemia. No dispongo de cifras para la universidad, pero la disminución de matrículas ha sido considerable este año, y es notoria. El virus no es tan democrático como se ha dicho: no ataca a todos por igual ni afecta a todos del mismo modo. Todo lo que podamos hacer en este aspecto para facilitar los medios, no podrá suplir un esfuerzo adicional de autoeducación y autocuidado.

La cuestión del autocuidado ha adquirido una súbita actualidad a raíz de la pandemia. El cuidado de sí no consiste únicamente en las medidas de autoprotección, en realidad es una ética muy antigua, griega y romana, extendida también al cristianismo. Heidegger la retoma en la noción de Sorge o cuidado de la existencia y, más enfática y explícitamente, Foucault a través de la idea griega de epimeleia heautou. En Hermenéutica del sujeto, Foucault concibe el cuidado de sí mismo asociado con el cuidado de los otros, a través del poder: “Ocuparse de sí mismo, dice, está implicado y se deduce de la voluntad de ejercer el poder sobre los otros. No se puede gobernar a los otros, no se puede gobernar bien…si uno no se ha preocupado por sí mismo”.

Según eso, no habría conflicto entre el cuidado de sí y el de los otros. Sin embargo, la implicancia mutua de los cuidados no guarda necesariamente relación con la voluntad de poder. Se puede ilustrar esta interdependencia con el caso de esta misma pandemia. El cuidarse uno mismo es una contribución a la salud pública, porque disminuye el riesgo de contagio, lo mismo que el descuido de uno pone en riesgo a los otros.

Si bien Foucault acude a los clásicos para aclarar la noción de autocuidado, su intención no es apartarse de su época. Él se acerca a Séneca, Marco Aurelio y Epicteto, por un interés de encontrar en las prácticas de autocuidado un padrón de vida. Séneca, pongamos por caso, desarrolla una serie de consejos de autocuidado, los pide respecto de sus propios actos. En Cartas morales a Lucilio, recomienda a este cultivar virtudes como la fortaleza, la templanza, la fidelidad, la afabilidad, el servicio, la sencillez, la modestia, la moderación, la sobriedad, el ahorro, la clemencia. Séneca insiste en que estas virtudes no se cultivan a través de las profesiones liberales…, sino a partir de la sabiduría, y la sabiduría (sophia) solo es posible desde la filosofía (en un sentido lato) Invita a Lucilio a que se piense a partir del cultivo de las virtudes, y este no es otra cosa que el cultivo de sí.

Siguiendo a Séneca, Foucault menciona algunas prácticas que ayudan al autocultivo, pero la epimeleia heautou, según él, es una manera de estar en el mundo, de realizar acciones y relacionarse con el prójimo. El autocuidado define una disposición o actitud fundamental, con respecto a uno mismo y a los otros. Es una forma de relación también con el entorno, abarca a la naturaleza misma: es una forma de vida, un modo ético de vivir.

La epimeleia es, por otra parte, la capacidad de cambiar la contemplación del afuera por el adentro o introspección. Esta posibilidad de mirar-nos implica una acción sobre uno mismo. Lo que Foucault llama “tecnologías del yo”, son las vías de acceso a sí mismo, tales como: la meditación, el examen de conciencia, la escritura, el diálogo, la ascética, el silencio, entre otras. Todas estas técnicas posibilitan el encuentro con el alma. “La filosofía se asimila al cuidado del alma… y ese cuidado es una tarea que debe realizarse a lo largo de toda la vida”.

La epimeleia heautou también designa una serie de acciones, que uno ejerce sobre sí mismo; una serie de prácticas y ejercicios, que tendrán una larga historia en la cultura, la moral, la espiritualidad occidental. En su escrito Ejercicios espirituales, por ejemplo, Ignacio de Loyola recomienda un análisis de conciencia al final del día; y hacerse la pregunta: ¿qué he hecho hoy por la salvación de mi alma?

Existe una tensión, sin embargo, entre el cuidado de sí y el de los otros. La pandemia, para seguir con el ejemplo, representa un peligro colectivo y provoca una respuesta también colectiva, pero el contagio es individual, de modo que la preocupación de uno por el colectivo no es equivalente a la del colectivo por sí mismo. El autocuidado es imprescindible, pero si no se agregan restricciones a la vida en común, reuniones, espectáculos y demás medidas de salud pública, el autocuidado no es suficiente. A la inversa: si la gente, por fatiga, hartazgo o lo que sea, no sigue las reglas, no hay política de salud que resista. Me parece que el ejemplo vale también para la educación. En este escenario de emergencia, lo que haga o deje de hacer cada uno es decisivo, por más indispensables que sean las medidas que adopten las autoridades.

Resumen. Distinguimos en la enseñanza de las humanidades, dos situaciones: cuando se imparten en el marco de las profesiones, son un complemento e introducen a otros modos de pensar. Una ética profesional, por ejemplo, no es solo un código de reglas ad hoc para periodistas, médicos, o lo que sea; no se puede perder de vista la perspectiva de una ética general: ya sea aristotélica relativa a “¿Qué es la vida buena?”, o una ética del deber, como la kantiana. Una ética profesional, aunque responda a una normativa, tiene en vista el desempeño, el buen desempeño profesional, y de lo que se trata es de introducir a otros modos de pensar. En esto cabe la formación ciudadana y la preocupación por el mundo.

El segundo punto se refiere a la cuestión de las humanidades en la academia. El libre pensamiento y la crítica son la razón de ser de una universidad: no pueden faltar. Afirmar esta libertad significa afirmar la autonomía de la razón, es decir, la posibilidad de que el pensamiento no esté sujeto a restricciones o limitaciones ajenas a sus propias reglas.

Seguidamente, recurrimos a una conocida frase de Wittgenstein, en busca de una diferencia entre clase presencial y en línea; la respuesta es más bien negativa, salvo que la leamos en el sentido que “los límites de mi lenguaje” no definen exhaustivamente “los límites de mi mundo”, es decir, que el lenguaje no es el único espacio de socialización; también nos socializamos a través de las prácticas y la simple emulación.

Finalmente, a propósito del autocuidado, extendimos su significado a una ética del cuidado de sí, siguiendo la interpretación de Foucault de la epimeleia. En la actual emergencia, el autocuidado se expresa y traduce en autoeducación. No bastan en uno y otro caso, las medidas que adopte la autoridad, es preciso complementarlas con el autocuidado, y este, a su vez, requiere de políticas públicas adecuadas. La vuelta a clases presenciales debería realizarse lo antes posible, tomando las medidas de resguardo.

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