Introducción
La igualdad natural es el fundamento de la obligación de amarse mutuamente, sobre la cual basa los deberes que tenemos para con los otros John Locke, Segundo Tratado del Gobierno Civil (Cap. II)
Los deberes positivos que tienen como fundamento la solidaridad entre los ciudadanos no parecen haber encontrado su acomodo en la teoría del Derecho. Si bien desde la teoría política la noción de solidaridad (entendida en el sentido clásico de la prestación de una contribución al otro o a la comunidad( cuenta con un reconocimiento que permite fundamentar una serie de instituciones, en el sistema jurídico no parece sino mostrarse en apenas una serie de episodios aislados y marginales. En el ámbito del Derecho penal lo anterior cobra especial visibilidad.1 La conminación con penas de la infracción de deberes de solidaridad parece llevar al límite las obligaciones ciudadanas difuminando peligrosamente la frontera entre el Derecho y la Moral. En otros términos, se aparecen dichos episodios como una peligrosa transformación en obligaciones jurídicamente exigibles de acciones que en realidad son supererogatorias, lo que transformaría los actos “buenos” en “exigibles”,2 exponiendo al sistema jurídico a un peligroso integrismo con el sistema moral y amenazando la autonomía individual.3
Entendido de esta forma, no parece infundado el temor que produce dar a los deberes de solidaridad un reconocimiento apenas más que marginal. La diferenciación del sistema jurídico del sistema moral ha sido un proceso progresivo y paulatino que ha mostrado relevantes rendimientos en la evolución social y la aspiración a profundizarlo en una sociedad de libertades parece un imperativo.4 En este sentido, deslindar adecuadamente aquellos asuntos que son propios del Derecho y eventualmente acreedores de sanciones que sólo merecen un reproche moral resulta una preocupación atendible. Lo que resta por dilucidar, sin embargo, es si la intuición de que la solidaridad se identifica más con conductas supererogatorias es correcta o si existen razones para sostener que la función social que desempeña pueda generar imperativos de conducta y, en consecuencia, transformarla plenamente en un asunto del Derecho.
En el ámbito propio del sistema jurídico penal, una descripción general de nuestras estructuras de imputación pareciera mostrar un sistema que descansa fundamentalmente en la distinción de dos tipos de deberes susceptibles de infringirse, y cuya infracción se encuentra conminada penalmente: la infracción del deber general negativo de no dañar y la infracción de los deberes especiales asociados a una determinada posición.5 No cabe ninguna duda que estos dos son los que han arrastrado las mayores preocupaciones del Derecho penal. Sin embargo, si se aspirara a acometer un análisis completo de nuestro sistema de imputación de responsabilidad, es poco probable que, prima facie, las formas de responsabilidad por dañar a otros (infracción del principio neminem laedere) o por infringir deberes institucionales que pesan sobre quien ocupa una determinada posición en el entramado de las relaciones sociales, lograsen subsumir aquellos casos en que se infringen deberes de asistencia a terceros con los que el agente no se encuentra especialmente vinculado. A estos últimos casos se los suele entender como la infracción de deberes de solidaridad.6
De este modo, figuras como la omisión de socorro,7 el abandono de niños,8 la denegación de asistencia a la autoridad9 o incluso la infracción de los deberes de tolerancia emanados del estado de necesidad agresivo,10 no parecen acomodarse ni en responsabilidad por organización (pues no se está organizando defectuosamente el ámbito propio causando daño, sino que no se está configurando para auxiliar a terceros) ni en responsabilidad institucional (pues no hay vinculación institucional alguna entre el omitente y la “víctima”).11
Por el contrario, detrás de estas incriminaciones (o infracciones) hay deberes generales de auxilio a terceros extraños o a la comunidad toda que fuerzan a modificar la propia organización, que en una sociedad de libertades ya se había lícitamente configurado de otro modo. En otros términos, parece que el ordenamiento jurídico dijera: “organice su propio ámbito como quiera, pero sepa que en ciertas ocasiones deberá modificar esa organización para asistir a otros”. Ello naturalmente podría conducir a la afirmación de que infracciones a ese deber constituirían una tercera forma de responsabilidad, diferente de las anteriores. Sin embargo, esto es precisamente lo que debería someterse a revisión.
Las siguientes consideraciones pretenden ofrecer una sencilla taxonomía de los deberes solidarísticos y su incardinación en el conjunto de deberes cuya infracción es susceptible de sanción penal, así como ofrecer algunos elementos que contribuyan a la discusión respecto de si la solidaridad puede generar legítimamente imperativos de conducta conminados penalmente y que el entendimiento tradicional (que exige someterla a una estricta excepcionalidad( debe desafiarse.
1. Deberes de solidaridad y evolución social
Toda sociedad implica solidaridad; toda regla de conducta que toca a los hombres que viven en sociedad ordena cooperar con dicha solidaridad. León Duguit, Tratado de Derecho Constitucional.
1.1. Generalidades
Es poco probable que pueda comprenderse la posición que tienen los deberes de solidaridad recogidos en nuestros ordenamientos de raigambre germánico continental sin observarlos a la luz del devenir de su ubicación en la evolución social. Los espacios otorgados a la solidaridad desde etapas que podrían denominarse pre-sociales (o protosociales) han variado a lo largo del tiempo tanto en su relevancia como en su cuantía. En efecto, es evidente que en las etapas previas a la estructuración social, la forma de articular las relaciones entre los miembros del cuerpo social estaba marcada por un sentimiento de pertenencia común12 que dotaba -por decirlo de algún modo- de absoluta naturalidad a la relación solidarística. Esta comunidad13 se caracterizaba por un agrupamiento relativamente natural y espontáneo y que originariamente encontraba su conciencia de unidad y pertenencia en las relaciones de parentesco que les daban origen (apareamiento, maternidad, paternidad, fraternidad) pero que en caso alguno se limitó exclusivamente a ello. En estos pequeños grupos los vínculos solidarios (y por ende los deberes asociados a ellos) resultaban difícilmente distinguibles de otras formas de deber, básicamente por dos razones. Por una parte, porque al estructurarse estos grupos sobre la base de relaciones sanguíneas resultaba muy difícil distinguir esta solidaridad de otras formas de deber positivo que hoy tendemos a identificar como institucionales (como la relación paterno filial, el matrimonio, etc.). Por otro lado, la coexistencia de estos deberes positivos con los deberes negativos de no dañar a otros, hacía ardua su distinción en una etapa en que las condiciones de subsistencia de la comunidad todavía eran precarias y el deber de auxilio resultaba tan relevante para la subsistencia individual como el neminem laedere. En otros términos, cuando una comunidad se enfrenta a un entorno hostil que la amenaza -casi al modo de lo que hoy entenderíamos como una comunidad de riesgo-, la infracción de un deber de solidaridad vinculado a la subsistencia tiene un disvalor prácticamente indistinguible del propio deber negativo de no dañar a otros.14 Este es un punto altamente relevante pues originariamente, en el estado comunitario pre-social, el deber solidarístico dentro de la comunidad es tan originario, tan estructurante en lo que respecta a las condiciones de subsistencia del grupo social, como el propio deber negativo de no dañar.
Sin embargo, esta primera forma de solidaridad naturalmente difiere (y no sólo por su marginalización( de la que podría reconocerse en nuestros días. Ya esta asunción permite trazar algunas distinciones entre los albores de la solidaridad comunitaria y aquella que sería propia de la sociedad moderna.15
1.2. La Solidaridad comunitaria: semejanza y pertenencia
Que la solidaridad es la base de la organización comunitaria originaria es prácticamente un lugar común en el análisis sociológico evolutivo.16 La propia etimología de la solidaridad (esto es la raíz latina solidum como uno, compacto( da cuenta de que la estructura misma de la comunidad o communitas (común-unidad) descansa en la integración o pertenencia a un grupo.17
El vínculo fundamental sobre el que se estructura dicha pertenencia es inicialmente el parentesco consanguíneo y luego un parentesco por afinidad que a lo largo de la evolución irá relajando su estrechez inicial.18 Esto permite la progresiva incorporación al clan de otras familias que se vinculan por individuos afines o consanguíneos comunes. La solidaridad que funda estas comunidades es una especie de solidaridad natural, mecánica y absolutamente inevitable,19 sin perjuicio que también dentro de ella pueden encontrarse ciertas formas de estructuración institucional.20 Adicionalmente, en esta etapa, la subsistencia del grupo exige una fuerte relación de asistencia recíproca y por ello resulta casi imposible distinguir como fuente de la solidaridad esa pertenencia familiar (en sentido extendido) o la necesidad de subsistencia. El entorno adverso y cargado de riesgos se trasforman en un elemento cohesionador.21 Ambos elementos (pertenencia y riesgo) se encuentran en esta etapa profundamente amalgamados.
Sin embargo, la incorporación de sujetos no vinculados por sangre o afinidad sino por necesidad de cooperación y coordinación hacia un fin común (que inicialmente no es más que la supervivencia) lleva a esta precaria organización a otro estadio.22 Esta es una cuestión crítica, pues cuando el fin común es la supervivencia, es decir la mantención de las condiciones de subsistencia del grupo, la situación es analogable a la de una comunidad de riesgos. En otros términos, un entorno adverso es un entorno que sólo puede enfrentarse de un modo solidum (compacto, firme, uno) y el papel que juega la solidaridad -la etimología en caso alguno es arbitraria- en ello es absolutamente fundamental. Estos estadios han sido también caracterizados como sociedades o asociaciones mecánicas, y descansan precisamente en una solidaridad mecánica (Durkheim). La sociedad mecánica hace descansar la solidaridad en la conciencia colectiva, en el conjunto de las creencias y sentimientos colectivos de los miembros.23 Por eso esta comunidad también descansa en la noción de semejanza (todo lo contrario a las sociedades más evolucionadas en que la “diferencia” se entroniza como cuestión fundamental) pues los miembros se encuentran atraídos porque se parecen y porque están ligados a lo que constituye la condición de existencia de ese tipo colectivo24: la comunidad se cimenta en la confianza y ésta descansa en la familiaridad y semejanza.25
La incorporación de terceros que ya no pueden vincularse por parentesco sino por la unión de voluntades -lo que TÖNNIES llama “comunidades de espíritu”26- que entrañan coordinación hacia una meta común produce un salto cuántico en las relaciones comunitarias. En este punto la comunidad estructurada inicialmente por los vínculos de sangre se cohesiona por la disposición de sus integrantes de formar parte del grupo teniendo como primera razón para ello la necesidad de subsistencia. Probablemente sea este el momento cuando por primera vez aparece la solidaridad en sentido estricto como propiedad emergente de un determinado estadio de complejidad social.27 Durante la etapa en que es la relación de parentesco la que estructura la comunidad, la solidaridad no puede distinguirse de la asistencia indefectiblemente debida entre los integrantes,28 y por eso Durkheim la llamaría “fraternidad natural”.29 Sin embargo, cuando ya no es el parentesco natural sino la unión de voluntades orientada a subsistir la que cohesiona el grupo (admitiendo la incorporación de terceros que adscriban a ese fin(, las relaciones entre los integrantes alcanzan un nuevo nivel de complejidad, la solidaridad pierde esa pura naturalidad y emerge como una exigencia autónoma que informa las relaciones sociales.30
1.3. La solidaridad social: la estructuración de la diferencia
Si la solidaridad comunitaria se funda en las nociones de semejanza y pertenencia como eje de la acción común, hay un momento en que las relaciones sociales dan un paso hacia un mayor grado de complejidad. En este punto se ha observado más de una vez el paso desde la comunidad (Gemeinschaft) a una verdadera sociedad (Gesellschaft).31 La relación social se basa en una comunión de intereses motivados racionalmente,32 pero donde no hay una pertenencia natural sino más bien una estructuración que busca un fin común. Aquí se asiste a una ruptura del equilibrio social33 a la que sólo puede responderse con una diferenciación sistémica que sea capaz de procesar los nuevos niveles de complejidad social. Para esto se requiere, fundamentalmente, un entorno securitizado que impida la dinámica social propia de la comunidad de riesgos.
Para la consecución de los fines sociales ya no es esencial ni la semejanza ni una pertenencia en sentido estricto, sino por el contrario una organización que permita estructurar la diferencia y llevarla a niveles tolerables.34 Aquí surge, al decir de Hegel, La sociedad civil, que tiene tantas pretensiones sobre el individuo (deberes) como éste pretensiones de reconocimiento por parte de aquella (derechos).35 Por esta razón, como hito evolutivo, este paso tiene una característica fundamental, pues consecuencia natural de que la semejanza no sea la que cohesiona o estructura el grupo, es que hay una diferencia que debe soportarse. En otros términos, surge un imperativo de tolerancia de la diferencia (siempre que ella no se refieran al fin común que sí cohesiona al grupo(. La tolerancia por esa diferencia deja espacios de organización de los individuos en que los otros (individualmente) y el grupo no pueden tener ni presencia ni injerencia y por eso en alguna ocasión se ha afirmado que el añadido fundamental del paso de la comunidad a la sociedad es la exclusión.36 En este punto las esferas de dominio de cada integrante se encuentran deslindadas y sólo se coordinan artificialmente (y la intrusión en ámbitos ajenos comienza a considerarse un acto hostil). Luego, no hay ya una repetición de segmentos similares y homogéneos, sino que comienza el camino a la diferenciación de un sistema de órganos, cada uno con funciones especiales, coordinados y subordinados unos a otros.37
En esta etapa, sin embargo, la solidaridad sigue jugando un papel fundamental, si bien ahora su fundamento es estrictamente social y está vinculado al fin que ordena a la sociedad y no a las relaciones naturales entre los miembros. CICERÓN lo indicaba certeramente en de Oficci, cuando equiparaba sin contratiempos en esta etapa los dos tipos de deberes generales: “hay dos tipos de injusticia, el primero de quien injuria a otro, y el segundo, de aquellos que pudiendo no defienden a los injuriados”.38
Sin embargo, es evidente que el surgimiento de la exclusión como propiedad emergente produce un efecto de relegación relevante sobre la solidaridad mecánica propia de la comunidad. El incremento de la complejidad social (anonimización de las relaciones sociales) produce una reducción de la familiaridad y ello exige buscar otras formas de generalización para obtener confianza, es decir, para esperar cosas de los otros.39 En esa búsqueda de generalización y de certezas acerca de qué esperar de otros que ya no conocemos, comienzan a reconocerse (y asignarse( ámbitos de incumbencia diferenciados por los que ha de responderse. Luego si bien la solidaridad aparece como una característica antropológico-social,40 la estructuración de la sociedad delimitando ámbitos precisos de incumbencia y desempeño social (división del trabajo) termina reduciendo sus espacios. Este es el momento evolutivo en que, como ha dicho JAKOBS, ya “no todo es asunto de todos” (nicht jedes alles angeht).41
En este proceso evolutivo, la primera forma conocida de división de ámbitos se da en el marco de la estratificación social, lo que sin duda produce un quiebre en la distribución de la solidaridad, relegándola a una solidaridad intra-estratos. Posteriormente, resulta relativamente visible que a partir del Siglo XVI la diversidad social comienza a incrementarse exponencialmente a costa de la unidad (incluso dentro de los respectivos estratos sociales) la que comienza a procesarse con dificultad y a valorarse negativamente.42 La consiguiente plusvalía, primero funcional y luego ética, de la diversidad, lleva consigo la atomización de las relaciones sociales y la solidaridad comienza a quedar relegada a un espacio cada vez menor, subsidiario y de emergencia.
Luego, desde esta perspectiva pueden distinguirse metodológicamente cuando menos tres etapas43:
Comunidad estructurada sobre la base de solidaridad mecánica o natural. En ella los deberes positivos solidarios se encuentran indiferenciados o protodiferenciados y llegan a confundirse con el deber de no dañar a otros.
Comunidad sustentada en un proyecto colectivo de supervivencia y desarrollo. En ella la solidaridad ya no descansa en relaciones parentales sino en un acuerdo civil desvinculado de las posiciones pero fundadas en una adscripción voluntaria a la comunidad. Solo en este estadio surge la solidaridad como principio que informa la vida social y que puede recogerse jurídicamente. Sólo aquí hay suficiente complejidad social como para que la solidaridad aparezca como una propiedad emergente y pueda diferenciarse de otros deberes positivos mecánicos. El último estadio de esta estructuración social es la sociedad estratificada.
Sociedad diferenciada funcionalmente. La diferenciación se hace más densa, se fortalece la exclusión de ciertos ámbitos de incumbencia. Los deberes institucionales van ganando terreno a costa de la marginalización de los deberes solidarios. En este estadio la complejidad social induce a la sumergencia de los deberes de solidaridad.44
2. La solidaridad como problema jurídico
2.1. Fundamentos jurídico-políticos y Solidaridad
El Derecho inevitablemente es tributario de los cambios sociales y las ciencias jurídicas comienzan a hacer esfuerzos por incorporar un aparataje conceptual coherente. Burgueois, al publicar su influyente opúsculo Solidarité (1896) entiende que la solidaridad social (con sus alcances y limitaciones) encuentra sus raíces en esa solidaridad natural propia de la comunidad45 y sienta las bases para entenderla como un derecho exigible jurídicamente.46 Duguit, por su parte, tomaría el principio para hacerlo extensivo al ámbito jurídico fundando obligaciones para el Derecho público con la noción de que toda sociedad implica solidaridad y toda regla de conducta que toca a los hombre que viven en ella ordena cooperar con dicha solidaridad.47 En otros términos, si la sociedad tiene ciertas necesidades estructurantes que penden de la solidaridad de sus miembros, no solo no existe impedimento alguno para que el Derecho pueda exigir esas prestaciones, sino que incluso su consagración puede entenderse como un imperativo. De hecho, el fundamento político que dotaría de legitimidad las obligaciones jurídicas descansa cómodamente en los ideales de la revolución francesa, que incorporaba la solidaridad a través de la “fraternidad” como valor fundante y que precisamente hacía referencia a esa asistencia recíproca que se deben los ciudadanos.
Precisamente a partir de dichos ideales ilustrados, es relativamente evidente que el camino del concepto de solidaridad comienza un marcado proceso de laicización que intenta alejarlo de la caridad como virtud.48 Así la Caritas (como mandato divino de amor al prójimo) se distingue de la Solidaritas (como imperativo humano).49 Sin embargo, este contenido de la solidaridad todavía impreciso encuentra su desarrollo dogmático principalmente en el sentido amplio de la asistencia que se debe a los desposeídos, alentando más bien una cooperación en ese ámbito lo que permitía un suave y expedito tránsito desde la obligación moral a la obligación jurídica.50
La búsqueda de los fundamentos políticos de la solidaridad también ocupó a la tradición liberal (e incluso proto-liberal51) anglosajona -especialmente la de raigambre utilitarista-. Si hemos dicho que la sociedad se estructura a partir de un cierto orden que la cohesiona, la solidaridad juega un papel ineludible. Hume ya había puesto de relieve que las virtudes sociales, como la beneficencia, son útiles.52 Lo mismo explica que John Stuart Mill tampoco haya podido abstraerse de ella, pues si el objetivo general de la sociedad es conseguir el mayor bienestar posible para la mayor cantidad de gente posible,53 la asistencia de los más necesitados, para cumplir dicho axioma, no puede prescindir de la solidaridad.54 A mayor abundamiento dirá “el utilitarismo exige a cada uno que entre su propia felicidad y la de los demás, sea un espectador tan estrictamente imparcial como desinteresado y benevolente. En la norma áurea de Jesús de Nazaret, leemos todo el espíritu de la ética utilitarista. Haz como querrías que hicieran contigo y ama a tu prójimo como a ti mismo”.55 Por eso a pesar de estructurar la justificación a la coactividad (imposición jurídica) sólo para asegurar la prohibición del daño a otro56 reconoce que hay acciones beneficiosas a las que se puede ver justamente obligado como testificar en juicio, participar de la defensa común, salvar la vida de un semejante, proteger contra abusos a los indefensos.57 Resulta muy interesante la incorporación de una obligación de socorro conjuntamente con la participación de la defensa común, especialmente considerando que ésta última sí puede exigirse coactivamente.
Por su parte el máximo representante del liberalismo clásico, Adam Smith, no pudo sino detenerse también en la solidaridad. La lectura exclusiva de An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations (conocida fundamentalmente como La Riqueza de las Naciones), publicada en 1776 y que sin duda es su obra más señera, influyente y citada ha solido perder de vista que dicho trabajo no resulta concebible sin la monumental obra previa The Theory of moral sentiments (La teoría de los sentimientos morales58) de 1759.59 En ella, deja expresamente señalado que -a diferencia de la competencia divina- a los hombres ha tocado un departamento de incumbencia más modesto: el cuidado de su propia felicidad, de la de su familia, de la de sus amigos y de la de su país.60 Por ello, incluso la creencia en una mano invisible y en el hecho de que del interés propio buscado emanara mayor bien para los otros no significa que fuera el único modo de alcanzar ese bien y que hay ciertos ámbitos donde la felicidad se encuentra en la beneficencia.61 Se sirve de la expresión incumbencia (comprehension) que da cuenta de que esos ámbitos son su asunto y poniendo en la misma lista el cuidado propio y el de su país/localidad (Country). Al igual que en la tradición de Hume62 y Mill, no se detiene detalladamente en la solidaridad (ni deja claro dónde termina el deber ético y comienza la obligación(, pero la presupone como eje fundamental de la convivencia social.63-64
2.2. ¿De qué hablamos cuando hablamos de solidaridad?
2.2.1. Generalidades
Uno de los principales problemas que presenta la valoración de la solidaridad como fuente de deberes es su propia conceptualización.65 Habitualmente ésta se presupone de un modo más bien intuitivo o se enuncian sus señas características, pero su conceptualización suele ser ambigua y teóricamente insuficiente.66 Por esta razón (fuera del ámbito penal, que se limita al tratamiento de la omisión de socorro y de los deberes de tolerancia emanados del estado de necesidad agresivo( suelen entremezclarse bajo un mismo concepto deberes muy diversos que van desde el deber de socorro en naufragio, las obligaciones tributarias, las obligaciones de contribución en ciertos sistemas de pensiones, el servicio militar obligatorio, e incluso los deberes de cuidado del medio ambiente (como solidaridad transgeneracional). Sin embargo, la pregunta acerca de qué tienen en común estos deberes, más allá de las intuiciones y el tratamiento dispar que le dan distintos subsistemas del Derecho, no suele encontrarse de un modo explícito. Las razones para esto son diversas. Por un lado, la intuitiva (aunque no por ello no bien descripta( marginalización de los deberes solidarios en nuestros ordenamientos jurídicos. Por otro, la difundida asunción de que los deberes de solidaridad jurídicamente conminados deslindan dificultosamente con deberes éticos inexigibles por parte del Derecho por significar intromisiones inaceptables en la esfera individual del ciudadano.
Varias consideraciones habría que hacer al respecto antes de abordar las características de la solidaridad. En primer lugar, es efectivo que hay un ámbito de la solidaridad que pertenece exclusivamente a las prescripciones del sistema moral y que, por ende, no tiene un reconocimiento jurídico que la respalde. Ello quiere decir que no es susceptible ni de reconocimiento ni de sanción por parte del ordenamiento jurídico. Hay un segundo ámbito de deberes de solidaridad que son tematizados por el sistema jurídico y respecto de ellos es posible encontrar mecanismos tanto de reconocimiento como de sanción. Dentro de éstos, por último, es posible encontrar algunos deberes jurídicopenalmente conminados. Por razones evidentes, los deberes de solidaridad tematizados exclusivamente desde la perspectiva moral están completamente fuera del alcance de estas notas. De cualquier modo, no es posible perder de vista que las fronteras entre el sistema de la moral y el sistema jurídico son evolutivamente dinámicas, lo que permite que ciertos deberes puedan convertirse en jurídicos si dicho sistema comienza a tematizarlos según sus propias operaciones. Luego, solo nos referiremos aquí a aquellos deberes tematizables por el Derecho poniendo algunas notas en aquellos que son de resorte del Derecho penal.
Más allá de consideraciones de carácter ético-social, desde la perspectiva jurídica hablar de deberes de solidaridad es referirse a unos ciertos (1) deberes positivos dirigidos a beneficiar a (2) terceros o con los que no estamos vinculados por alguna razón institucional ni por algún deber emanado del neminem laedere o (3) a la colectividad toda.67 En este sentido, y solo en un plano descriptivo, sólo hay espacio a la solidaridad ahí donde no hay otro deber prevalente. Probablemente este mismo hecho sea el que ha producido el sesgo de lo residual, relegando en nuestro entendimiento a la solidaridad a una forma de deber de inferior jerarquía.
Varias consecuencias emanan de estas nociones. Primero, hablamos de un beneficiario porque resulta muy discutible que quién reciba (o aspire a recibir) la prestación o tolerancia, sea realmente un acreedor, aunque puedan esperar (tener una expectativa legítima) de recibirla.68 Quién se encuentra en peligro de perecer no es acreedor del auxilio (y no tiene herramientas jurídicas para exigirlo), sin perjuicio de que el Estado sancione posteriormente a aquel que pudiendo sin detrimento ha decidido no auxiliarlo. Otro tanto ocurre con aquel que puede esperar que el titular de un derecho tolere su lesión para resolver una situación de necesidad.
Otra cuestión, es que nos apartamos de la idea de identificar a los deberes positivos con deberes solidarísticos.69 De este modo, no todo deber positivo es solidario, y que todo deber solidario sea positivo tampoco parece tan claro. Desde esta perspectiva, tal vez sea posible que la forma concreta que adopte la solidaridad pueda ser tanto la de un deber positivo como uno negativo. Veamos con algo más de detalle algunas de estas cuestiones.
2.2.2. Deberes negativos, deberes positivos y Solidaridad: esbozando una taxonomía
La distinción entre los deberes positivos y negativos,70 a pesar de ser relativamente fácil de intuir no es necesariamente fácil de dotar de contenido. Desde sus formulaciones originales estaba incardinada en el código binario bien/mal (hacer el bien como deber positivo, evitar el mal como deber negativo). Desde dicho punto de partida, en ocasiones se entiende el deber positivo como aquel deber de contribuir al bienestar de los demás, esto es, un deber para con el otro o la colectividad, mientras que el deber negativo es un deber intersubjetivo de respeto al otro.71
Como ya hemos indicado de entre los deberes positivos es decir, aquellos que implican la asistencia o mejoramiento de la posición de otro, hay algunos que tienen como fundamento la solidaridad y otros que no. Los primeros se refieren a (1) aquellos que se tienen respecto de terceros con los que no se tiene ninguna vinculación institucional que lo sostenga (es decir, respecto de los cuales no se tiene una posición de garante) o (2) respecto de la comunidad toda o del Estado, también en ausencia de una posición de garante institucional. Ejemplo de los primeros son la omisión de socorro o el deber de tolerancia emanado del estado de necesidad agresivo. Ejemplo de los segundos son el deber de testificar en juicio, de ser jurado en los ordenamientos que lo contemplan o el servicio militar obligatorio.72
De entre los deberes positivos solidarísticos podrían distinguirse también aquellos que implican un ejercicio de solidaridad activa (intervenir para mejorar: omisión de socorro, servicio militar obligatorio, deber de evitar delitos) o solidaridad pasiva (tolerar para que otro pueda mejorar: deber de tolerancia en estado de necesidad agresivo).
Sin embargo, en cualquiera de los casos anteriormente citados se da por sentado que quien ostenta el deber carece de una posición especial que sea la que ponga el deber sobre sus hombros, es decir recaen sobre todos los ciudadanos indiferenciadamente. Evidentemente algunos de ellos deben cumplir algunos requisitos legales (como cumplir una cierta edad en el caso del servicio militar, o no estar excusado en el caso de la obligación de ser jurado), pero solventados esos requisitos todos los ciudadanos están obligados a ello.
Sin embargo, esta estructura de deberes también debe reconocer la existencia de deberes positivos especiales, que son aquellos indexados a una posición o, lo que lo mismo, a un rol institucionalizado. Así el deber que tiene el funcionario respecto de los dineros o documentos que tiene que resguardar, o el que tiene el curador de bienes, son deberes positivos que están indexados a la posición jurídicamente reconocida que ocupan. Estos deberes pueden tener o no un fundamento solidarístico, pero una vez asignado una posición se transforman en un deber institucional. A modo de ejemplo, es relativamente claro que el deber de cumplir el servicio militar obligatorio es un deber de cuño solidario, sin embargo, asumido el carácter de conscripto se cumple una función pública que se asigna a esa posición. Esos deberes son ciertamente deberes institucionales.
Por eso podemos decir que el proceso de institucionalización de roles también puede leerse como un proceso de sustracción del deber del ámbito solidarístico general para situarlo en el ámbito de un rol especialmente vinculado. En una comunidad en que unos vecinos por la ubicación de sus moradas y sus capacidades físicas se encargan de repeler los ataques de la comunidad vecina (obligación que indeterminadamente compete a todos los miembros de la comunidad) hay solidaridad en sentido más pleno. En el momento en que dicha comunidad se organiza y distribuye funcionalmente esos deberes, su cumplimento deja de ser solidarístico, aunque recaiga en las mismas personas, que ahora deben acometerlo por la posición institucional que ocupan (y que deben de seguir cumpliéndolo incluso si cambian las circunstancias que le dieron origen, como dejar de vivir en el lugar fronterizo).
Puesto de otro modo, el proceso de diferenciación social solo puede hacerse a costa de lo previamente indiferenciado. Si el proceso de división funcional de la sociedad produce o incrementa los ámbitos de exclusión, es inevitable que la complejización del entramado de relaciones sociales y su institucionalización vaya reduciendo los espacios a la solidaridad indiferenciada. Esto permite distinguir, por tanto, deberes positivos generales y deberes positivos especiales. Los primeros se adscriben a todos los ciudadanos mientras que los segundos sólo a aquellos que ocupan posiciones determinadas en el entramado de relaciones sociales.
Desde esta perspectiva puede ser deseable acotar el concepto de solidaridad precisamente hasta el momento en que ella no se cristaliza en la institución de un deber especial asociado a una posición. Rasgo distintivo de la solidaridad es la indiferenciación. Una vez que se diferencia la posición y se adscribe un deber especial ya no puede hablarse de solidaridad sino de una forma de deber positivo institucional que puede dar lugar tanto a omisiones puras de garante (si son calificados) u comisión por omisión.73 Estos son ya deberes institucionales, si bien pueden tener un fundamento originariamente solidario.
Estos deberes positivos especiales están adscritos a una posición. Pero como ya hemos adelantado, no todo deber positivo especial es solidarístico. No hay solidaridad entre madre e hijo o entre funcionario penitenciario y el encarcelado (aunque ambos deban especial y positivamente hacerse cargo del resguardo de aquellos). Aunque en ambos casos de trata de resguardar o mejorar la posición de otro, la vinculación de ellos está mediada institucionalmente (por la relación materno-filial o por la función pública que desempeñan).
Con estas consideraciones aún podría darse un paso taxonómico adicional. Como hemos esbozado, existen múltiples deberes institucionales que tienen un origen solidarístico, como el pago de impuestos o la contribución a la defensa común a través de un servicio militar obligatorio. Sin embargo, a partir de la institucionalización de esos deberes y su adscripción a ciertas posiciones establecidas al efecto (como cumplir los requisitos para ser considerado un contribuyente o un recluta) lo que sostiene el deber ya no es su solidaridad de origen sino la institucionalización del rol adscrito a esa posición.
Esto nos permite adicionalmente distinguir dos formas distintas que puede presentar la contribución que se debe. Aquellos deberes que imponen una contribución directa a un afectado indeterminado, como en los casos de omisión de socorro, abandono de niños o auxilio en naufragio, etc. Por otra parte, pueden identificarse deberes solidarios que imponen contribuir directamente al Estado para que este pueda cumplir sus funciones (como el pago de impuestos, el servicio militar obligatorio, el auxilio a la autoridad, la obligación de ser jurado, etc.). Por último, dentro de estos últimos también hay algunos deberes solidarísticos indexados a una posición como al deber de auxilio al naufragio que tiene el capitán de la embarcación que se encuentra con la desgracia.74
2.2.3. La solidaridad como deber positivo general
Hemos enunciado que al hablar de solidaridad nos referimos solo a aquellos deberes positivos generales y no a los que están indexados a una determinada posición. Esta toma de postura no puede olvidar que existen deberes asociados a posiciones que son auténticamente solidarísticos, como el del capitán de la nave que encuentra el naufragio. Ni el reconocimiento, ni las señas, ni la legitimidad de estos deberes positivos generales es pacífica.75 De hecho, es posible que (constatada su consagración( gran parte de la discusión pueda sintetizarse en dos preguntas: (1) Son o no deberes perfectos o fuertes; (2) cuán legítimo es para el ordenamiento jurídico exigir deberes de este tipo.
Los cuestionamientos fundamentales a la propia existencia de estos deberes se podrían resumir en (1) la inexistencia de alguien que pueda exigir su cumplimiento; (2) la imposibilidad de limitar su alcance por la infinitas posibilidades de asistencia imaginables: siempre se puede mejorar aún más la posición del otro; y (3) la propia ineficiencia de un deber indiferenciado que no permite que sean aquellos órganos especializados los que presten los auxilios requeridos.76 Esta última ineficacia restaría evidentemente legitimidad a una internación en las esferas individuales del obligado.
La discusión respecto de la perfección de estos deberes ya está presente en Kant77 y se centra en la ausencia de acreedores determinados con derechos subjetivos correlativos a ese deber,78 o siguiendo a Mill, aquellos en que si bien el acto es obligatorio, las ocasiones particulares de su realización quedan libradas a nuestra elección.79 Sin embargo, incluso en los deberes positivos generales, como el deber de socorro, el hecho de que no exista un acreedor determinado del auxilio, no rebaja en nada su carácter de deber perfecto. De ser así, lo mismo debería predicarse de los deberes positivos especiales que tienen sujeto indeterminado como el del médico responsable del turno en la Urgencia o el salvavidas en la playa (pues nadie) sabe previamente quien será el beneficiario de sus atenciones o salvamento.
La intensidad de estos deberes suele tener como línea de base la que se le reconoce a los deberes negativos. De esta forma, la contraposición entre ellos suele realizarse de un modo bastante ácido. Se han reconocido como señas fundamentales de los deberes negativos las siguientes80: (1) se trata de deberes mínimos imprescindibles para permitir la vida en sociedad; (2) Procuran reducir al máximo la injerencia en la esfera individual, permitiendo el mayor desarrollo posible de la autonomía personal; (3) Son deberes que rigen para todos y por lo mismo son auténtica expresión del principio de universalización.
Que la constatación de estos deberes no es suficiente para describir el entramado de deberes sociales resulta evidente y basta ver los deberes positivos especiales (y la responsabilidad institucional correlativa) para confirmarlo.81 La pregunta relevante es si la existencia de estos deberes se contrapone efectivamente a la de los deberes positivos generales o no. Disímiles tradiciones han visto posible esta compatibilidad. Leibniz ya hizo presente que hasta el más liberal (obviamente sin permitirse esta nomenclatura( reprocharía a aquel que no lo auxiliara de perecer pudiendo hacerlo con sólo mover su mano.82 Sin embargo, dicho reproche o incluso llegar a considerarlo su enemigo, aún no da pie para transformar al indolente y malvado en un obligado jurídicamente. Kant sí da pasos en esa línea si bien siempre con las dudas respecto de la perfección de dicho deber. “A pesar de que pudiera existir una ley general de acuerdo con esta máxima [existencia de la obligación de no dañar/inexistencia de la obligación de auxiliar] es imposible querer que una tal ley natural valga siempre. Pues una tal voluntad se contradiría a sí misma en lo que necesita del afecto y solidaridad de los otros (…), de la que se privaría”.83 Sin embargo, no es necesario discurrir sobre la base de imperativos categóricos para fundamentar estos deberes. La lógica utilitarista se ve obligada a reconocer los rendimientos de la solidaridad para la consecución de la mayor felicidad para la mayor cantidad posible de personas, lo que permite fundar sólidamente su legitimación.84
Pero la fervorosamente defendida incompatibilidad entre la consagración de estos deberes positivos generales y un modelo genuinamente liberal presupone más bien una cierta forma de dogmatismo. Sostener que nos hemos dado al Estado sólo para que asegure nuestro propio ámbito de incumbencia y exclusión es, además de miope, falso. Resulta del todo evidente que incluso en ocasiones, para proteger nuestro ámbito de incumbencia y nuestra esfera de autonomía, es precisamente necesario permitir internaciones en ellos. ¿Qué es la obligatoriedad de reclutamiento sino una condición de resguardo de las esferas de autonomía de los ciudadanos antes eventuales amenazas externas? Como ya lo hemos enunciado, consideraciones de este tipo hacen que la propia lógica liberal clásica haya presupuesto unos ciertos espacios entregados a la solidaridad mínima para garantizar esa libertad individual. Puesto en términos muy rústicos: como los muertos no son libres, para asegurar la libertad de los vivos a veces hay que imponerles a otros el deber de salvarlos.
Esto explica por qué John Harris sostiene que ambos deberes (positivos y negativos( forman parte de un único deber de no dañar85 o, con otra nomenclatura, que Durkheim incorpore el neminem laedere dentro de la solidaridad. Ambos se dan cuenta que afirmar sin más la prevalencia de los negativos puede desafiarse perfectamente. Estas afirmaciones resultan coherentes si se entiende que la obligación de auxiliar resulta una forma específica y concreta de la obligación genérica de no dañar. De cualquier modo, parece tener mejores rendimientos descriptivos la mantención de la distinción entre deberes negativos (no dañar) y deberes positivos de auxilio.
Por otra parte, el problema de la legitimación de la juridificación de estos deberes (y muy especialmente de su incriminación( ha discurrido en general por dos vías. Primero la descalificación de su legitimidad por una supuesta incompatibilidad con un modelo liberal del Derecho penal.86
Segundo, aceptando su legitimación en la medida que su incriminación se mantenga absolutamente acotada y excepcional. De este modo, precisamente por su difícil incardinamiento en el paradigma liberal del Derecho penal, solo es susceptible de legitimidad una expresión muy marginal y mínima de estos deberes (incluso subsidiaria) y que solo impongan sacrificios triviales.
A diferencia de lo que sucede con los deberes negativos, los deberes de mejoramiento no tienen en sí mismos una forma de limitación. De este modo, los deberes negativos, entendidos como prohibición de dañar a otro (más allá de la normatividad de conceptos como “dañar” y “otro”(, resultan de un alcance más sencillo de determinar. En cambio, cuando el eje del deber positivo es el mejoramiento de la posición de otro no se vislumbra ahí una limitación consustancial, pues siempre se le puede mejorar más. Precisamente por ello, el desafío más complejo es poner límites a esos deberes positivos.87
Desde esta perspectiva, resulta razonable que a la hora de buscar la configuración jurídica de los deberes positivos, la solución de la cuestión de los límites resulte un verdadero imperativo y que las dificultades que entraña la diferenciación de criterios para ello haya operado como aliciente para su marginalización. La búsqueda de criterios que permitan trazar una frontera respecto de aquellos deberes positivos conminados jurídicamente hará, como veremos, que cobren relevancia fundamental dos mecanismos de limitación (1) la selección de las situaciones que detonan el deber y (2) la trivialidad de los sacrificios exigidos.
De este modo, parece imponerse la idea de que sólo podría aceptarse la legitimidad del deber de realizar un sacrificio mínimo o trivial para evitar daños graves a terceros en aquellos casos en los que no existe un deber prevalente de protegerlos.88 Es evidente que, si se utiliza como paradigma del deber positivo general el deber de socorro esto parece perfectamente descriptivo. Resulta absolutamente manifiesta la marginalidad de su incriminación y que no solo exige sacrificios triviales, sino incluso limita marcadamente los bienes que deben estar en riesgo. Adicionalmente, la sanción en caso de contravención al deber es absolutamente bagatelaria. La pregunta es si es necesariamente la omisión de socorro la infracción prototípica del deber de solidaridad o si podemos encontrar otras análogas en que ni los sacrificios sean triviales, ni tampoco las sanciones para el caso de contravención. La respuesta no puede si no ser afirmativa y sirva como ejemplo la prestación de un servicio militar obligatorio que sin duda implica sacrificios intensos en la esfera propia de autonomía y sanciones igualmente intensas en caso de incumplimiento del deber. Volveremos sobre esto.89
2.2.4. Fundamento de los deberes solidarios jurídico-penalmente conminados
Un ordenamiento social no tiene por qué limitarse a generar personas que no se perturben entre ellas, sino que puede contener el deber de ayudar a otra persona, de edificar con ella, de un modo parcial, un mundo en común. Jakobs, Omisión: Estado de la Cuestión.
Si bien el fundamento social de la solidaridad parece evidente e históricamente identificable, la fundamentación jurídica de los deberes que de ella emanan no resulta tan pacífica. En otros términos, que la solidaridad haya cumplido una función estructurante en la sociedad y que incluso sea esperada en determinados casos, no parece ofrecer suficientes razones para que la pretensión del Derecho de exigirla sea legítima. Así, la afirmación respecto del carácter pre-institucional de la solidaridad90 requiere todavía de la identificación del hito de reconocimiento jurídico, muy especialmente si se aspira a una eventual conminación con una sanción para el caso de contravención. Ya hemos afirmado que el paso desde la comunidad fundada en lo que Durkheim llamó una solidaridad mecánica o natural a una sociedad en que los vínculos se sostienen a pesar (¡o a partir!) de la diferencia, hace surgir lo que hoy entendemos como solidaridad como una propiedad emergente. Esa propiedad emergente, que es uno de los pilares sobre la que descansa el sostenimiento del grupo, no presenta problemas de legitimidad para efectos de su exigencia jurídica. Puesto en términos simples, una sociedad que tiene la solidaridad como uno de sus elementos estructurantes puede exigirla compulsivamente sin que pueda cuestionarse la legitimidad de tal decisión.
En lo concreto, la forma con que se dota al Estado y las atribuciones que se le entregan implican de suyo una distribución de los ejercicios concretos de solidaridad que corresponderán a éste y aquellos que corresponden a los ciudadanos. Es evidente que la propia conformación del Estado ya implica reconocer la imposibilidad de que la estructura social descanse en la mera solidaridad de los miembros y que tal función corresponderá fundamentalmente al Estado, pero entender por ello que ya no hay cabida a la existencia o exigibilidad de episodios especiales o generales de solidaridad entre los ciudadanos es una falacia: non sequitur. PAWLIK ha visto en estos deberes una delegación estatal, es decir, una delegación del Estado que impone sobre los hombros de los ciudadanos el deber de auxiliar a otros.91 Si bien no es particularmente frecuente, agencias de este tipo efectivamente son impuestas a los particulares en algunas ocasiones (agency processes) como el deber de prevenir delitos que se impone a las personas jurídicas en ciertos casos o incluso el deber de reportar operaciones sospechosas en ciertos ámbitos sectoriales.92 Si bien en estos casos la prestación se realiza en beneficio del Estado y no directamente a otros particulares, es visible que en ocasiones los particulares operan como agentes del Estado.93 Luego, el entendimiento de estas instituciones como una delegación estatal en principio parecería tener sentido. Sin embargo, una mirada más detenida fuerza hacer algunas distinciones. En primer lugar, los deberes de solidaridad no son equivalentes a las delegaciones estatales de intervenir para impedir delitos (menos en dichos casos en que hay una cierta injerencia del obligado por la generación de los riesgos). Precisamente una seña fundamental de la solidaridad es la absoluta distancia entre el obligado y la generación del riesgo. Esto permite distinguir también entre diferentes clases de procesos de agencia: el que corresponde a la persona jurídica para evitar delitos está más cerca del neminen laedere (evitar una organización defectuosa propia) (y dista por tanto de ser una verdadera agencia estatal( mientras que los sujetos obligados a reportar operaciones sospechosas no tienen injerencia en la generación del riesgo si no simplemente participan de la actividad donde el riesgo se genera (y por tanto si operan como agencia(. Las sanciones que se infligen en el primer caso responden a la infracción de un deber negativo, mientras que en el segundo a un deber positivo solidarístico. Estas últimas infracciones en principio no son suficientes para generar una obligación de denuncia ni menos de evitación y son, por tanto, obligaciones que el Estado impone por su proxemia al hecho (por estar ahí(, de modo que sí puede asumirse tanto su carácter de agencia como su fundamento solidarístico. Desde esta perspectiva, ni todas las delegaciones estatales son solidarísticas, ni resulta posible identificar todos los deberes solidarios con una delegación estatal.
Si los deberes de solidaridad han jugado un papel fundamental en la evolución social manteniendo ciertas estructuras de cohesión, entenderla como una delegación estatal pierde de vista la vicisitud misma de la formación del Estado. Tanto la primera estructuración comunitaria como la propia creación del Estado tienen una evidente orientación solidarística y por ello no deja de ser curioso que el análisis histórico-jurídico se haya centrado tan dogmáticamente en el deber negativo de no dañar como deber originario. La afirmación que sostiene que el primer deber que posibilita la vida social es el de no dañar, pierde de vista que evolutivamente, cuando surgen los primeros deberes, el de ayudar al otro frente a un entorno hostil y cargado de peligro era igual de fundamental (al punto que la propia subsistencia pendía de salvar al otro para mantener un grupo capaz de hacer frente a esa adversidad( que el deber negativo originario.
Del mismo modo, la creación del Estado no tuvo solamente a la vista la necesidad de procesar los conflictos entre los miembros y evitar que se dañaran entre ellos, sino también satisfacer un cúmulo de necesidades de mantención de la comunidad, desde la defensa de su territorio, la redistribución de algunos bienes, la custodia de algunos de los miembros, etc. Esas necesidades, que la comunidad ya no era capaz de satisfacer con sus precarias estructuras, forzó a una nueva organización que tenía como primer deber ser eficaz en su satisfacción.
Dentro de dichas necesidades estaba, por ejemplo, la protección de los individuos contra ciertos riesgos cuyas capacidades de autocustodia se veían superadas. Como en parte se necesitaba Estado para asegurar esa protección, los ciudadanos realizan una delegación para la formación de esta nueva estructura, restringiendo no sólo algunas de sus libertades sino incluso proveyendo de los recursos necesarios para ello. Pero es evidente también que podían identificarse ciertas hipótesis en que el Estado no llegaría oportunamente a proveer el auxilio y que era necesario retener ese deber en los hombros de otros ciudadanos que estuvieran en la posición conveniente para hacerlo. Luego es razonable suponer que dicha delegación, con miras a la eficacia en la prestación que debía realizarse, no fue absoluta sino que mantuvo algunas hipótesis de cargo de los ciudadanos pues no hacerlo implicaba renunciar a una protección efectiva. Estos son, por ejemplo, los casos del deber de socorro o del deber de tolerancia en el caso del estado de necesidad agresivo.
Usando la analogía contractual, el contrato social, como cualquier contrato, obliga no solo a lo que en él se expresa sino también a todas las cosas que emanan de la naturaleza de la obligación, de modo que tiene una cláusula tácita que pone en los hombros de los ciudadanos estos episodios de custodia: la razón misma de la suscripción del contrato era conseguir esa protección efectiva. Esto resulta muy visible en aquellos casos en que se asiste a situaciones de necesidad. Existen ciertas situaciones de necesidad vital en que opera una especie de suspensión de la delimitación de ámbitos de incumbencia. En palabras de Köhler se suspende provisional y reversiblemente “lo mío” y “lo tuyo”,94 de modo de preservar las condiciones para que dicha distinción pueda seguir teniendo sentido. En otros términos, la suspensión de la distinción es la condición de que ella pueda seguir haciéndose, del mismo modo que la suspensión de los ámbitos de incumbencia en el caso del auxilio, es condición de que puedan subsistir ámbitos de incumbencia por la subsistencia de los ciudadanos.95 Desde un modelo contractualista esto cobra pleno sentido pues la interpretación de buena fe del contrato social sostendría que en esas situaciones extremas la cláusula incorporada razonablemente rezaría “auxíliense” y no “en tales casos dejadlos perecer”.96 Como hacía notar Grocio, ningún ser humano renunciaría en un contrato recíproco sobre la propiedad a una última posibilidad capaz de salvarle la vida.97 Desde esta perspectiva los deberes solidarísticos, sean de auxilio o de tolerancia no son delegaciones estatales, sino más bien son retenciones del deber original de asistencia con miras a la eficacia de las prestaciones que sean necesarias.
2.2.5. Los límites de la obligación solidaria: ¿la trivialidad del sacrificio?
Cada miembro reconoce una lealtad hacia su comunidad, expresada en la disponibilidad de sacrificar ventajas personales para promover los intereses de ésta. Miller
Hemos mencionado que uno de los mecanismos de limitación de los deberes positivos generales fundados en solidaridad, además de la selección de las situaciones de peligro que los detonan, es la envergadura del sacrificio exigido. De hecho, suele mencionarse como una seña distintiva de la solidaridad la trivialidad de dichos sacrificios.98 Precisamente por esto, suele hablarse correlativamente de un sistema de “altruismo mínimo”.99
Sin embargo, más allá de la intuición, la pregunta es por qué podría predicarse la trivialidad como seña distintiva de un deber solidario. Es evidente el papel que juega en esto el modelo liberal marginalizador de la solidaridad,100 sumado sin duda al entendimiento de la omisión de socorro como el ejemplo paradigmático de estos deberes. Sin embargo, la pregunta sigue siendo por qué ha de asumirse como punto de partida forzoso, el altruismo mínimo. Es evidente que esa trivialidad busca operar como un escudo ante lo difícil que resulta trazar una frontera entre lo obligatorio y lo supererogatorio. En otros términos, como caminamos en un terreno fangoso, en una zona gris, resulta funcional argumentar la trivialidad de lo exigido para el caso que nos equivoquemos. Puesto de otro modo, como no estamos absolutamente seguros de no estar exigiendo jurídica y compulsivamente obligaciones que deberían ser asunto simplemente del sistema moral, podemos argumentar para tranquilidad de los ciudadanos que los sacrificios que se les exigirán serán lo más pequeños posible. Sin embargo, parece claro que una aproximación crítica a estas formulaciones no está obligada a reconocer forzosamente la frontera en ese lugar ni tampoco que revisados los episodios en nuestro ordenamiento dicha frontera siempre se encuentre ahí. La noción misma de la trivialidad es una noción vaga y plástica que ha servido para eludir un principio moral o jurídico que trace el límite.101 Y no debería dejar de llamar la atención que sea la trivialidad la que trace fronteras entre lo obligatorio y lo supererogatorio, o lo que es lo mismo, que se pueda pasar de la trivialidad al heroísmo sin solución de continuidad.102
Desde una perspectiva utilitarista, es posible también cuestionar la legitimidad de imponer incluso sacrificios triviales, pues la imposición de un deber generalmente distribuido entre muchos resulta ineficiente. De hecho, una distribución indeterminada puede incluso obstaculizar la consecución del fin buscado. Así, cinco personas tratando de reanimar a un tercero probablemente terminen matándolo. La generalización del deber es en principio ineficiente pues hace que todos, indeterminadamente deban intervenir, en lugar de aquellos que son los más indicados y aptos. La coordinación de esfuerzos y la especialización es siempre más adecuada. Precisamente para ello se aporta al diseño y sostenimiento del Estado (que coordina y racionaliza los esfuerzos), pero además retienen para sí el deber en aquellos casos en que esa especialización resulta ineficaz y de facto es más eficaz entregarlo al conciudadano más próximo.103 Por lo mismo, la proximidad opera como criterio de determinación de una obligación indeterminada (adscribe el deber concreto de un modo eficaz(, pero no puede fundamentar la existencia de dicho deber.
Más allá de los paradigmas utilizados, y de lo discutible que resulta que la trivialidad del sacrificio sea consustancial a los deberes de solidaridad, la siguiente pregunta es si una descripción de nuestro sistema de deberes positivos permite sostener que los deberes de solidaridad sólo exigen sacrificios triviales. En otros términos, si efectivamente se ha utilizado la trivialidad para trazar la limitación. Y como hemos mencionado, si se afirma como paradigma el deber de socorro, es decir, el deber que se exige al transeúnte de prestar auxilio a un tercero desconocido que se encuentra en peligro cuando puede hacerlo sin detrimentos propios, la trivialidad parece consustancial. Sin embargo, en deberes solidarios no orientados a mejorar a un otro individual sino a la comunidad no parece posible afirmarlo mismo con la misma intensidad. Así, no parece particularmente trivial la obligación que se impone en el marco del servicio militar obligatorio, donde ni las exigencias para acatarlos son triviales, pues implican una considerable modificación del plan de vida de los ciudadanos llamados a cumplir el deber, ni tampoco lo son las sanciones a imponer en caso de incumplimiento de dicho deber. Otro tanto puede ocurrir en el caso de las intervenciones clínicas indispensables sin consentimiento del paciente cuando hay riesgo para la salud pública donde hay una severa internación en la autonomía del ciudadano en razón de la protección a la comunidad.104 Sólo estos casos muestran que no siempre hemos tenido particulares inconvenientes en consagrar cargas solidarísticas bastante intensas y alejadas de cualquier trivialidad.105
Sin embargo, podría argumentarse que en estos casos, se trata de deberes en que la prestación se dirige a la comunidad toda y no a un tercero determinado, pues en tales casos (como en la omisión de socorro o en el deber de tolerancia en la necesidad agresiva(, los sacrificios siempre son triviales. Ello, de cualquier forma, tampoco resulta del todo cierto. En la historia reciente de nuestra legislación es posible encontrar deberes de solidaridad orientados a auxiliar al nasciturus (y no a la colectividad toda) que imponen cargas mucho más que triviales. A modo de ejemplo, ordenamientos que no reconocen la llamada indicación ética para poner término al embarazo en caso de violación, imponen un deber de sostenimiento del embarazo a la madre que en caso alguno podría denominarse trivial y el único fundamento que sustenta el deber es la solidaridad. En dichos casos, en que el nasciturus se encuentra alojado en el seno materno en contra de la voluntad de la gestante (e incluso a pesar de su resistencia) y no existiendo ningún vínculo de carácter institucional el deber de sostener el embarazo al término sólo podía explicarse jurídicamente como un deber de solidaridad que exige un sacrificio de gran intensidad.
De este modo, la afirmación de que los deberes positivos generales sólo pueden exigir sacrificios triviales no solo no es necesaria, sino que puede desafiarse tanto de facto como de lege lata.
3. Corolario: Persona, Roles especiales y Solidaridad
Al comenzar estas notas se hizo presente que las estructuras propias de la imputación penal mostraban un sistema que descansa fundamentalmente en la distinción de dos tipos de deberes: la infracción del deber general negativo de no dañar y la infracción de los deberes positivos especiales asociados a una determinada posición. Tampoco puede caber duda que éstos son los que han centrado las preocupaciones de la dogmática penal.
Sin embargo, ya ha quedado claro que coexisten con ellos deberes cuya infracción da origen a una forma de responsabilidad que en principio no parece poder encuadrarse en las formas mencionadas de responsabilidad por la propia organización o de responsabilidad institucional, sino que más bien se refiere a la infracción de deberes de asistencia a terceros con los que el agente no se encuentra especialmente vinculado. A esos deberes hemos denominado deberes positivos generales fundados en la solidaridad.
Puesto de otro modo, la asunción de que existen dos formas de responsabilidad (responsabilidad por organización y responsabilidad institucional( y que la denominada responsabilidad por organización descansa exclusivamente en el deber negativo originario de no dañar a otros debe desafiarse. De hecho, puesto en clave de roles, podría coherentemente sostenerse que la principal distinción se traza entre los deberes generales (adscritos al rol persona( y los deberes especiales (adscritos a roles especiales o, lo que es lo mismo, posiciones de garante( y que sobre ella podrían trazarse la distinción adicional entre deberes positivos y deberes negativos. Para ello, hay que asumir que nuestro sistema de responsabilidad ha establecido deberes de solidaridad de carácter general, es decir, con una total desconsideración de la posición específica del infractor. Desde esta perspectiva puede afirmarse desde ya que en nuestro sistema el rol “persona” no se satisface exclusivamente con el deber negativo de no dañar sino que incorpora -si bien de un modo limitado- deberes de auxilio. En otros términos, entender que el único deber que recae sobre todas las personas es el deber negativo de no dañar simplemente no se condice con la forma de nuestro sistema jurídicopenal, sea cual sea la opinión que esto suscite en el observador. De hecho, el reconocimiento mismo de la solidaridad consiste en el desplazamiento de los límites de la incumbencia desde su aparente grado mínimo (individualidad solo constreñida por la obligación de no dañar), extendiéndola hasta formar un ámbito donde también se incluye a los otros, y eso se exige de todas las personas.
Así consagrados estos deberes, probablemente debería reformularse la noción de responsabilidad por organización de modo de incorporar aquellos deberes de solidaridad que tiene sobre sus hombros cualquier “persona”. De este modo, el mandato de conducta respecto de la propia organización rezaría: “administre su propio ámbito de organización como le plazca, pero (1) procure que esa organización no sea defectuosa y dañe a terceros y (2) procure modificarla en casos graves cuando puede prestar auxilio sin detrimento propio o incluso con detrimentos de intensidad razonable”.106 La afirmación de que incluso pueden resultar exigibles detrimentos razonables para cumplir con el deber (y no ninguno o detrimentos mínimos, reconoce que la teoría del “altruismo mínimo” no es capaz de describir todos los casos de solidaridad exigible jurídicamente de que se tiene noticia). Evidentemente debe restar siempre abierta (y aquí pueden albergarse legítimas dudas( la cuestión de si es adecuado que el sistema penal (aunque el quantum de la sanción sea mínimo) deba ocuparse de estas infracciones; pero lo que ha quedado claro es que esa discusión es de carácter político criminal (vinculado al principio de ultima ratio( y no le subyace un problema de legitimidad intrínseco.107 Por el contrario, ésta resulta perfectamente legítima de cumplirse con el imperativo de subsidiariedad. Puesto en otros términos, (1) no es de suyo ilegítimo ni consagrar ni conminar penalmente deberes de solidaridad (2) la discusión de su legitimidad se refiere a su compatibilidad con el principio de ultima ratio y por ende no es distinto del escrutinio al que debe someterse cualquier incriminación de infracciones al deber negativo de no dañar y (3) la consagración de estas infracciones, en cuanto infracción deberes positivos generales encuentra su posición dentro de la que ha venido en llamarse responsabilidad por organización.
De cualquier modo, la consagración de los deberes de solidaridad también ofrece casos de verdadera solidaridad adscrita a roles. Esto implica que no se trata de consagraciones generales que afecten a toda persona, sino que ciertos individuos, por ocupar determinadas posiciones, tienen obligaciones de auxilio especiales.108 Si bien estos casos generalmente estarán cubiertos por el deber general de solidaridad relativo a la omisión de socorro (con el exiguo tratamiento punitivo que ella entraña(, se ha impuesto específicamente sobre los hombros de algunos un deber de asistencia que, sin perder su carácter solidario, fundamenta una posición de garante y por ende permite atribuir responsabilidad en caso de defraudación.
En definitiva, la solidaridad no es una tercera forma de responsabilidad, diferenciable de la responsabilidad por organización y la responsabilidad institucional. Por el contrario, tanto la responsabilidad por organización como la institucional contemplan una serie de episodios en que es la solidaridad la que fundamenta ese deber, sea con carácter general (exigible a toda persona) o específicamente referida a un rol (exigible a quien lo ostenta).109
Esto permite clausurar la taxonomía de nuestro sistema de imputación reconociendo deberes generales positivos (deberes de solidaridad exigibles a cualquier persona), deberes generales negativos (deber de respetar el principio neminem laedere), deberes especiales positivos (deberes de custodia de quien ostenta una posición de garante) y deberes especiales negativos (deber reforzado de no dañar de quien tiene una posición de garante).