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Ultima década

On-line version ISSN 0718-2236

Ultima décad. vol.21 no.38 Santiago July 2013

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22362013000100002 

CONDICIONES JUVENILES CONTEMPORÁNEAS

 

LA DELIMITACION SOCIOLOGICA DE LA JUVENTUD

A DELIMITAÇÃO SOCIOLÓGICA DA JUVENTUDE

THE SOCIOLOGICAL DELIMITACION OF YOUTH

 

Ignasi Brunet* Alejandro Pizzi**

* Catedrático de Sociología. Director del Grupo de investigación Análisis Social y Organizativo de la Universidad Rovira i Virgili, España. Director de la revista científica Revista Internacional de Organizaciones y director del comité de investigación sobre sociología organizacional de la Federación Española de Sociología, España. E-Mail: ignasi.brunet@urv.es.

** Doctor en Sociología y catedrático Universidad de Valencia, España. Licenciado en Sociología de la Universidad de Buenos Aires y Magíster en Sociología Económica del Instituto de Altos Estudios Sociales, Universidad Nacional General San Martín, Buenos Aires. E-Mail: alejandro.pizzi@uv.es.


Resumen

Este artículo tiene por objetivo abordar las conceptualizaciones existentes sobre la categoría sociológica de juventud. En primer lugar, se expone brevemente la conceptualización funcionalista de los ciclos de vida y, más extensamente, la conceptualización biográfica, denominada también como sociología de la transición. Esta última surge a partir de la crisis del trabajo de mitad de la década de 1970 que, en el caso de los jóvenes, repercute en un aumento de las tasas de desempleo y en el atraso de la inserción profesional estable. En segundo lugar, se expone la conceptualización nominalista, que parte de la teoría de las generaciones de Mannheim. Finalmente, se plantea la conclusión, destacando que uno de los retos que se presenta en nuestro ámbito de estudio —y al que hace falta dar respuesta— es la delimitación sociológica de la juventud.

Palabras clave: transición, generación, clase social


Resumo

O objetivo deste artigo é abordar as conceituações existentes sobre a categoria sociológica juventude. Primeiro, o texto esboça de forma sucinta a conceituação funcionalista dos ciclos da vida e, mais extensamente, a conceituação biográfica —também chamada sociológica—, da transição. Esta última surge a partir da crise no emprego, em meados dos anos 1970, que gerou um aumento nas taxas de desemprego juvenil e no atraso da inserção dos jovens no mercado de traballio estável. Em segundo lugar, o artigo expõe a conceituação nominalista, que parte da teoria de gerações de Mannheim. Finalmente, na conclusão, destaca-se que um dos desafios presente em nosso campo de estudo —ainda não devidamente resolvido—, é a delimitação sociológica da juventude.

Palavras chave: transição, geração, classe social


Abstract

This paper addresses the conceptualizations existing about the sociological category of youth. Firstly, we present the functionalist conceptualization of cycles of life and the biographical conceptualization in depth, which can be also called transition sociology. The biographical conceptualization arises from the work crisis in the mid 70, which had an impact in the increasing of unemployment rate and the backwardness of stable employment. Secondly, we present the nominalist conceptualization, which is based on the theory of the generations of Mannheim. Finally, the conclusion stresses that one of the challenges in our field of research is the sociological delimitation of youth, and, consequently, a solution has to be found.

Key words: transition, generation, social class


 

1. Introducción

LA SOCIOLOGÍA DE LA educación, la sociología de la juventud y la sociología en general, no terminan de definir científicamente los criterios para delimitar el concepto de juventud (Singly, 2005). En este sentido, Gil Calvo (2005) habla de la disolución de los límites de la juventud y que, desde nuestra perspectiva, expresa la inexistencia de un orden social universal basado en las divisiones de edad. Sin embargo, la visión empirista en el estudio de cuestiones juveniles establece una suerte de categorización ontológica de la juventud al presuponer la existencia —en las sociedades occidentales— de un período juvenil estandarizado y relativamente homogéneo. En esta perspectiva se destacan el enfoque funcionalista de los ciclos vitales (la juventud es una etapa plena de la vida), el enfoque conflictualista de la generación (la juventud es una generación que representa los valores asimilados al cambio social y al progreso) y el enfoque biográfico (la juventud es un tramo dentro de la biografía).

La crítica a la visión empirista de la juventud efectuada por la perspectiva nominalista se apoya en la hipótesis de que bajo la identidad del concepto de «juventud» —una invención social según Galland (1994, 1997), o una categoría sociohistórica según Allerberch y Rosenmayr (1979)— se agrupan situaciones y sujetos que sólo tienen en común la edad (Martín Criado, 1998) y que no justifican el tratamiento de la juventud como un «todo» homogéneo. En este sentido, para Bourdieu (2000) no representa una unidad social, porque integra realidades sociales heterogéneas, asociadas a determinadas variables de desigualdad social (clase, género, etnia, etcétera). En este sentido, nuestro artículo tiene por objetivo abordar la revisión de la literatura sobre la categoría sociológica «juventud», analizando los contrapuntos entre los distintos enfoques para finalizar concluyendo que el señalando enfoque empirista, aunque dominate en la academia, presenta puntos discutibles en términos conceptuales y epistemológicos, que explican las causas por las cuales el debate académico continúa abierto y su campo de estudio en permanente redefinición.

 

2. La perspectiva empirista

a) El enfoque funcionalista de los ciclos vitales

El enfoque funcionalista de los ciclos vitales presenta dos rasgos específicos: a) el tratamiento de la juventud como una categoría social, y b) la delimitación de esta supuesta categoría social a partir de criterios demográficos. Así, la edad se plantea jerárquicamente como el criterio definitivo de delimitación del objeto de estudio, a raíz del uso supuestamente neutro de las fuentes de información secundaria existentes en materia de juventud (derivadas en la mayoría de los casos de las estadísticas oficiales). Ahora bien, ¿sobre qué bases se justifica la idoneidad de concebir la juventud como una categoría social? Según Comas, (2007:163), los jóvenes en su conjunto «pueden considerarse una categoría social porque están identificados como tal en términos administrativos y son objeto de determinadas políticas que incluyen oportunidades, ventajas y opciones que se pierden cuando se deja «de ser joven». De este modo, se agrupan a todos los miembros que comparten una misma edad bajo la definición de jóvenes, indistintamente de la fuerza que puedan tener en estos individuos otras variables estructuradoras. Esta configuración de la juventud como grupo de edad responde, según París et al. (2006), a tres situaciones: a) a la politización sociológica, que se debe a las demandas de actuación de las instituciones públicas en la delimitación del objeto de estudio; es decir, las instituciones que intervienen en la conceptualización de la juventud son básicamente los organismos de la administración pública; b) a la dependencia, por parte de los investigadores, del uso de fuentes secundarias sobre los jóvenes, que funcionan con una muestra determinada a partir de la variable edad; y c) a la voluntad de comparar los resultados obtenidos con los de la mayoría de investigaciones existentes sobre la juventud.

La estrategia funcionalista tiene dos variantes, por un lado, el «paradigma adultocrático», o la juventud conceptualizada en negativo, según aquello que le falta para llegar a la plenitud de la vida adulta, y el «paradigma culturalista», o la juventud como una etapa llena de la vida centrada en las identidades juveniles y que olvida los aspectos materiales. El volumen de investigaciones sobre la juventud que siguen los postulados funcionalistas ha recibido críticas sobre sus elecciones metodológicas y construcciones conceptuales. La crítica nominalista se concentra en el error que supone concebir la juventud como un grupo social homogéneo (Martín Criado, 1998), y al respecto se le pueden imputar una serie de limitaciones metodológicas, como las siguientes: a) la delimitación del objeto de estudio a partir de sus edades se establece de forma previa a la investigación, sin justificación sociológica; b) se aboga por una supuesta condición juvenil que compartirían todos los sujetos de unas determinadas edades, pero no se demuestra que todos los individuos la compartan ni que sea específicamente diferente de las de otras etapas de la vida; c) las edades de referencia las impone previamente el investigador desde el «exterior», en la elección de la muestra que se estudiará; y d) se abusa de la condición de estudios generalis-tas, que abordan dimensiones extremadamente diversas.

b) El enfoque biográfico

El enfoque biográfico surge, por un lado, a partir de la crisis del trabajo de mitad de la década de 1970. En los comienzos, Schwarts (1982), Coleman y Husen (1985) y en la fase de consolidación, Galland (1995), Furlong y Cartmel (1997), han sido los referentes internacionales del programa de este enfoque, también denominado de la «sociología de la transición». Esta perspectiva pretende ofrecer una alternativa a los discursos homogeneizadores sobre la juventud. Sin embargo, acepta la existencia sociológica de la categoría «juventud», delimitada por algunos criterios sociales idénticos para todos los individuos; por ejemplo, es habitual que se considere la juventud como la etapa que va desde el surgimiento de la adolescencia hasta la consecución de la emancipación respecto al hogar de origen. Pese a esto, la sociología de la transición se concentra en resaltar la heterogeneidad de las trayectorias biográficas de los jóvenes. Heterogeneidad dada por la concepción de la juventud como un proceso socialmente estructurado y articulado en varios itinerarios de transición escolar, laboral y doméstica (Cardenal, 2006). Para ello, este enfoque ha centrado su mirada en dos procesos: la transición de la escuela al trabajo y la transición del hogar de origen al hogar propio. En ambos procesos acontecen los pilares centrales sobre los cuales se articulan los diversos modelos de itinerarios de transición a la vida adulta (Casal et al., 2006a).

Por otra parte, hay autores que incorporan —dentro la misma idea de transición— dimensiones de carácter psicológico o cultural, destacando la incertidumbre con la cual los jóvenes viven el tránsito hacia la adultez y los efectos que puede tener en el ritmo de construcción de su identidad (Gaviria, 2005; Gil, 2005; Furlong y Cartmel, 2001). Bajo la idea de transición, la juventud se concibe como un proceso de tránsito a la vida adulta configurado por elecciones individuales y por determinaciones estructurales (familiares, relacionales, contextuales, simbólicas y culturales) y que tienen como punto final la indoctrinación de clase social del individuo que, si bien no resulta definitiva, sí que encarrila notablemente la movilidad social futura.

Concretamente, el itinerario biográfico de transición a la vida adulta se articula como un sistema configurado por tres dimensiones: la dimensión sociohistórica, la dimensión de dispositivos institucionales y la dimensión biográfica o de toma de decisiones del sujeto. La articulación de estas tres dimensiones da lugar a un sistema de transición en el sentido de que éste es un hecho sociohistórico. En los últimos años, los postulados de la sociología de la transición han ido ganando aceptación y difusión en el campo de estudio sobre juventud. La visión de la juventud como una etapa transitoria entre la niñez y la edad adulta ha impregnado la representación colectiva del fenómeno juvenil y ha ejercido una influencia directa sobre las relaciones laborales y sobre algunas de las políticas juveniles en favor de los jóvenes (Salvadó y Serracant, 2003).

i) Modalidades de transición

Casal (1996) detecta seis modalidades de transición, destacándose tres modalidades emergentes de transición retrasada en el tiempo (aproximación sucesiva, trayectorias en precariedad e itinerarios erráticos) y tres modalidades tradicionales de transición precoz (trayectorias de éxito precoz, trayectorias obreras e itinerarios de adscripción familiar). Las modalidades emergentes de transición a la vida adulta, si bien no sustituyen plenamente a las modalidades de transición precoz, sí adoptan un carácter dominante a partir de la década de 1970. Según el mismo Casal (2001), las trayectorias de aproximación sucesiva tienen una importancia clave puesto que son la modalidad de transición dominante de la juventud en la fase de desarrollo del capitalismo informacional, que Galland (1947) denomina nuevo modelo de socialización de los jóvenes basado en la experimentación. Así, las trayectorias de aproximación sucesiva se basan en unas elevadas expectativas de posicionamiento social y profesional, pero en un contexto donde las opciones a elegir se presentan confusas o limitadas y, por lo tanto, cualquier elección cuenta con un elevado margen de riesgo. Su característica principal es la inserción mediante el mecanismo de ensayo-error. Son trayectorias que en general vienen dadas por una etapa de formación prolongada, una incursión inicial de poca calidad al mercado laboral, por variabilidades en las primeras opciones laborales y por la existencia de fracasos puntuales en el tránsito escuela-trabajo. Los inicios de la inserción laboral se caracterizan por la precariedad, sub-ocupación, participación en el mercado de trabajo secundario, etcétera.

La suma de la prolongación de la etapa formativa y del mecanismo de tanteo en la inserción laboral conlleva, en consecuencia, a un retardo en la consecución de la transición profesional plena. La aproximación sucesiva, si bien comporta periodos de precariedad y de apoyo familiar (Salvadó y Serracant, 2003), implica una acomodación con el paso de los años. Esta modalidad afecta sobre todo a los jóvenes de las familias de clase media, aunque también a un sector de la clase obrera o la clase media sin capital cultural, que pueden optar por prolongar la formación y se ven compelidos, de igual forma, a tantear, diferir y recomponer sus itinerarios de transición (Casal, 2006.)

Las trayectorias de precariedad constituyen otro de los modos de transición actuales. Con respecto a la inserción profesional, estas trayectorias presentan situaciones de desempleos intermitentes, una fuerte rotación laboral debida a la extensión de la contratación temporal y una habitual incorporación al mundo del trabajo a través de la subocupación. A diferencia de la aproximación sucesiva, dicha inestabilidad no queda paliada por la obtención de ganancias parciales ni por la previsión de construir una lenta, pero gradual carrera ascendente, sino que el tránsito por los itinerarios de precariedad no resulta constructivo para el desarrollo de una carrera profesional a causa de los constantes cambios de ocupación y a la construcción de un currículum laboral disperso. Por esta vía transitan tanto jóvenes con escasa formación como también un sector de jóvenes con formación profesional e, incluso, jóvenes universitarios que no han podido superar una fase inicial de inserción laboral a un mercado de trabajo muy secundario para ellos. Además, la inestabilidad laboral puede repercutir en la extensión del periodo de convivencia con la familia de origen ante la imposibilitad de afrontar las exigencias derivadas de la emancipación. La posibilitad de un joven de huir de las trayectorias de precariedad hacia trayectorias de aproximación sucesiva depende de dos factores: el rol de las redes sociales y familiares para la inserción laboral, y el rol del género en la transición escuela-trabajo (Casal et al., 2006).

La última modalidad de transición de carácter emergente son los itinerarios erráticos o desestructurados. Esta modalidad se caracteriza por el bloqueo de la inserción profesional y de la emancipación familiar, y por estar vinculada a un elevado riesgo de exclusión social. Generalmente, las expectativas de partida de los individuos ya son bajas y la etapa de formación acostumbra a ser breve o errática. Posteriormente, la inserción laboral queda bloqueada, los individuos están compelidos a convivir con el desempleo crónico y la subsistencia se da por entradas circunstanciales al mercado de trabajo secundario, por participaciones puntuales en la economía sumergida, por la intervención de programas de inserción laboral, o por otras formas marginales de adquisición de recursos. La acumulación de todas estas limitaciones en general provoca la pérdida de actitudes y aptitudes para la inserción laboral y social regulares.

ii) Tesis de la individualización

Uno de los aportes del enfoque biográfico es haber proporcionado elementos al debate sobre la individualización de los estilos de vida de la juventud, debido a la diversidad de itinerarios biográficos detectados. Esta diversidad es un argumento utilizado para cuestionar los modelos sociales colectivos de la modernidad, y ello por tres razones: a) la creciente diversidad de experiencias e itinerarios vitales está cada vez más atomizada y es menos restringible a los modelos de colectivos amplios como la clase social; b) a consecuencia de esto, crece el individualismo y se desperfilan las identidades y las estrategias de acción colectiva, y c) se produce un enmascaramiento de los mecanismos de desigualdad social. Sin embargo, Furlong y Cartmel (2001) plantean que a pesar de los importantes cambios sociales acontecidos en las últimas décadas, los elementos de continuidad son más importantes que los de ruptura. Aceptan el argumento de que una de las características centrales de la modernidad avanzada es el debilitamiento de las identidades sociales colectivas (Beck, 1998, 2000), lo cual representa un debilitamiento subjetivo de los vínculos sociales clasistas debido a la creciente diversidad de experiencias vitales, de la individualización de los estilos de vida y de la convergencia de las culturas de clase. Furlong y Cartmel van más allá y alertan que los procesos de diversificación de las transiciones pueden ocultar la existencia objetiva de vínculos de clase subyacentes, y dar así la impresión de que el proceso de individualización bajo la ideología de la «meritocraica» garantiza una mayor igualdad de oportunidades. Este ejercicio de ocultación es el que denominan «falacia epistemológica de la modernidad adelantada». De ahí que reconociendo estos autores que la identidad de clase ha erosionado el proceso de individualización, los efectos objetivos de la pertenencia a una u otra clase todavía son suficientemente importantes como para entender la configuración desigual de las trayectorias sociales de los jóvenes. Así, Serracant et al. (2008) y Cardenal (2006), aún asumiendo la pluralidad y diversificación de trayectorias en los jóvenes, detectan que sus discursos devalúan el concepto de individualización debido, por un lado, a la dependencia que muestran respecto del lazo social (sobre todo el familiar) como recurso necesario a la hora de determinar las estrategias de futuro; y, por otro lado, a la pervivencia de los condicionantes sociales disponibles (capital de origen tanto social, como económico y cultural) como factores estructurantes de las trayectorias vitales de los jóvenes.

En este ámbito, la tesis de la individualización se fundamenta en la desestructuración de la herencia social de padres a hijos (Gil Calvo, 2005). Dicho proceso afecta especialmente a los estratos de familias profesionales urbanas, que dependen del acceso a mercados de trabajo cualificados. Esta desfamiliarización (Esping-Anderson, 2000) o no indoctrinación de clases (Bourdieu, 2000b) se debe a la desestabilización de la situación ocupacional de los padres, que ya no pueden transmitir a sus hijos ni el estatus (nicho ocupacional), ni el capital social (redes de poder e influencia), ni el patrimonio simbólico (conciencia de clase e identidad familiar) para asegurarles una indoctrinación de clase igual o mejor que el de la familia de origen. De esta manera, aparece un nuevo actor social: los jóvenes procedentes de las clases profesionales urbanas que tienen que aprender a construir sus biografías por sí mismos.

En cambio, las familias que se encuentran por encima y por debajo de los mercados profesionales urbanos mantienen sus estrategias familiares de forma más o menos intacta. Así, en las familias de grandes propietarios o empresarios, el patrimonio material y simbólico permite a los jóvenes escapar de la desestructuración ocupacional, y quedar indoctrinados en posiciones privilegiadas. En las familias más desfavorecidas, los jóvenes resultan excluidos de los mercados de trabajo, especialmente si la relación con el sistema educativo no ha sido positiva, y esto los vuelve dependientes de las redes comunitarias de parentesco en la búsqueda de trabajo y de una posición social. Junto con el análisis sobre la diversificación de los itinerarios y la individualización del proceso de transición a la vida adulta, el otro gran tema de debate que se ha generado desde el enfoque biográfico es la definición de las «fronteras» que enmarcan el proceso de transición y, más concretamente, la cuestión de la prolongación de la juventud.

iii) La cuestión de la prolongación de la juventud

Oliver Galland (1994) revisa los tres modelos explicativos más utilizados en el análisis de la prolongación de la juventud y propone uno modelo alternativo que considera más satisfactorio. El primer modelo de interpretación es el «modelo demográfico» según el cual la prolongación de la juventud se debe a tres procesos: a) la extensión de la etapa educativa fruto de la generalización de la escuela de masas; b) las dificultades para lograr una inserción laboral debido a la extensión del desempleo, la precariedad y la subocupación, y c) la dureza en las condiciones de acceso a la vivienda y el consiguiente retardo en el establecimiento de la vida en pareja, forma mayoritaria de emancipación domiciliaria. El segundo es el «modelo familista», para el cual los cambios en las formas de convivencia en pareja permiten el aplazamiento de la emancipación domiciliaria clásica. El tercer modelo plantea que la prolongación de la formación y la entrada masiva al mercado de trabajo por parte de las mujeres jóvenes hacen que estos construyan su identidad social por la vía de su trabajo y no por la vía del matrimonio.

Para Galland, a partir de sus estudios sobre los jóvenes en Francia, la prolongación de la juventud se daría por la extensión de la etapa intermedia que denomina post-adolescencia —entre los veinte y los veinticinco años—. Sus integrantes adoptan modos de vida intermedios, que se intercalan entre la familia de origen y la familia de procreación: vida en solitario, convivencia con amigos o compañeros, vida en pareja de forma más o menos provisional, etcétera. Suelen ser jóvenes que disponen de una posición social acomodada —tanto en el conjunto de la escala jerárquica como relativamente dentro de cada grupo social—. La emancipación mediante la entrada a la vida adulta sería vista por estos jóvenes como una privación, mientras que este periodo transitorio les permitiría aprovechar la juventud y diversificar las experiencias vitales tras la convivencia familiar. De esta manera, los jóvenes podrían disfrutar de las ventajas de no haber salido definitivamente de la familia de origen y de los beneficios de no haber entrado definitivamente en la etapa de familia en procreación.

Por su parte, Gil Calvo (2005) sostiene que la prolongación de la juventud se debe tanto al bloqueo de la emancipación juvenil, como a la difuminación de las fronteras de la juventud. El autor propone dos explicaciones para corroborar la difuminación de la frontera entre jóvenes y adultos. La explicación culturalista sugiere que actualmente no se puede hacer la distinción entre jóvenes y adultos, porque los primeros se comportan como adultos precoces y los segundos intentan adoptar roles socialmente otorgados a los jóvenes. La segunda explicación, más social y elaborada, apunta a que la juventud, como etapa de transición a la vida adulta marcada por la vulnerabilidad, tenía como premio final la adquisición de la identidad adulta definitiva. Pero en la actualidad este punto de llegada se ha hecho tan inestable como la misma juventud: la formación recibida caduca a lo largo de pocos años debido al progreso tecnológico, el trabajo se ha convertido en flexible o precario, el matrimonio ha dejado de ser una institución de por vida, etcétera. La juventud ya no es el marco de la triple elección vitalicia —formación, trabajo, emancipación— para la integración a la identidad adulta sino que es el marco de un conjunto de decisiones provisionales y constantemente revocables durante la vida. Así, los jóvenes han perdido la correlación de fuerzas respeto a los adultos: su sacrificio presente ya no tiene premio final. Es el que Gil Calvo denomina «envejecimiento de la juventud», o «juvenilización de la edad adulta», que Salvadó y Serracant (2003) describen como «vulnerabilidad social generacional». Gaviria (2005) y Singly (2005) van más allá e incorporan el atraso en la construcción de la identidad del joven como uno de los factores de prolongación de la juventud. Singly apunta a que todos los jóvenes deben demostrar ciertas «competencias» para enfrentar los requisitos de la individualización que marca la segunda modernidad, entre los que podemos destacar tres: una cierta desafiliación respecto a los padres, una cierta coherencia entre independencia y autonomía, y una formación constante de la identidad. Los efectos de estas tres exigencias es que muchos individuos todavía no han conseguido terminar con la etapa de la juventud, incluso una vez lograda la vida adulta. Esta disociación entre ingreso a la vida adulta y término de la juventud cuestiona directamente el enfoque biográfico que establece la emancipación como término de la juventud.

iv) Las críticas al enfoque biográfico

Las críticas a la sociología de la transición se han orientado hacia dos dimensiones. Por un parte, a la construcción conceptual y teórica del objeto de estudio y, por otra parte, a la estrategia metodológica y a la praxis empírica llevada a cabo. Con respecto a la dimensión conceptual y teórica, la primera crítica se refiere a que se construye la juventud bajo un concepto excesivamente adultocrático. Definirla como un estatus incompleto y provisional en la trayectoria vital de la persona implica positivar el mundo de los adultos. Esta construcción negativa —el joven definido como el no niño y no adulto— también se ha extrapolado a otros factores de carácter más identitario. Por ejemplo, Singly (2005) apunta que los jóvenes son aquellos que todavía no han finalizado el proceso de individualización de la propia identidad respecto de la identidad familiar; Casal (2006) sitúa a los jóvenes provisionalmente al margen de la sociedad, en vías de ocupar su espacio mediante el proceso de indoctrinación de clase. Por su parte, Allerbeck y Rosenmayr (1979) destacan que los jóvenes no pueden disfrutar con plenitud de los roles, estatus y funciones reservados a los adultos. De esta manera, al enfoque biográfico se le puede reprochar ser un enfoque hecho por adultos, que sitúa la vida adulta en el centro de la estructura socioeconómica y de la plena ciudadanía social, y que corre el peligro de reproducir los presupuestos ideológicos de la adultez a la hora de analizar la juventud.

Una segunda crítica a la sociología de la transición apunta a que esta línea de investigación se ha centrado demasiado en la construcción de algunos tipos ideales y genéricos de transición, que finalizan de forma estándar con la consecución de un trabajo estable y de un núcleo doméstico familiar. Esto hace que a menudo se obvien situaciones diferenciales, como las relacionadas con el género y no se valoren ciertas especificidades de la juventud fuera del ciclo formación-trabajo-vivienda, como el papel de las subculturas juveniles a lo largo de todo este proceso (Revilla, 2001). Por lo tanto, se excluyen las diferencias con respecto a los puntos de partida de la transición —si bien la construcción de los itinerarios de transición a la vida adulta es un aporte interesante en este aspecto— y, sobre todo, con relación al punto de llegada toda vez que la independencia familiar y económica, es diferente según las diversas extracciones sociales de los individuos.

Por último, una tercera crítica a la sociología de la transición, síntesis de las dos primeras, alerta del peligro de concebir la juventud como un proceso con un único objetivo inherente: al logro de la plenitud adulta. Esta concepción de la juventud tiende a naturalizar las situaciones de privación que afectan a los jóvenes en relación a los adultos, con el supuesto de que el paso del tiempo corregirá la situación de privación de los jóvenes actuales y que, por lo tanto, las desigualdades sociales son un simple problema temporal o de transición. El problema, afirman Salvadó y Serracant (2003), aparece cuando los datos empíricos demuestran que, para la generación nacida en la segunda mitad de la década de 1970, la transición está bloqueada: la precariedad tiende a no desaparecer a medida que avanza la edad e incluso una vez que se va completando el proceso formal de transición a la vida adulta. Con esto, según Gil Calvo (2005), se cuestiona directamente la idea de juventud como etapa incompleta de la vida, frente a la plenitud de la vida adulta. Así, la juventud va perdiendo su característica definitoria —la indoctrinación de clase de los individuos en el mundo de los adultos— y pasa a ser una etapa incierta y que se perpetúa en el tiempo, incluso una vez completada la transición a la vida adulta (Bauman, 2008; Furlong y Cartmel, 1997; Comas, 2007).

Con respecto a la dimensión metodológica, se detectan algunas incongruencias. Una de ellas es la delimitación del objeto de estudio (la juventud) y la agregación de los miembros que forman parte de la juventud. Esta es la principal debilidad metodológica en la mayoría de las aproximaciones al concepto de juventud y que se han aportado desde la sociología de la transición. En relación a comienzo de la juventud, es muy corriente utilizar indicadores de carácter biológico (la llegada de la pubertad y la madurez sexual) o psicológico (cambios en las formas de comportamiento, cambios en las formas de relaciones sociales, cambios en la percepción que los individuos jóvenes tienen de sí mismos, cambios en la consideración que reciben por parte del entorno, construcción de la propia identidad o tensiones familiares) para distinguir el límite entre la niñez y la juventud. Casal (1996, 2001) y Casal et al. (2006) sitúan el inicio de la juventud de forma confusa en la «adolescencia social» y en la «emergencia de la pubertad física». Zárraga (1985) sitúa el límite en el final de las transformaciones psicofisiológicas de la pubertad. Allerbeck y Rosenmayr (1979) también sostienen que la pubertad constituye el punto de inicio de la juventud, y lo justifican por dos motivos. El primero es que se trata de un elemento lo suficiente flexible por superar la rigidez de la edad (entendiendo que, por ejemplo, la maduración sexual no sigue el mismo ritmo cronológico en los chicos que en las chicas). El segundo es la suposición de que el inicio de la pubertad comporta un cambio en la relación entre el individuo y el entorno. En una línea similar, otros autores como Zárraga (1985), Martín Serrano (2002) y Singly (2005) también establecen la separación entre niñez y juventud a partir de criterios de maduración biológica, comportamental, identitaria o psicológica. En esta delimitación se acostumbran a pasar por alto criterios sociológicos como la finalización de la escolarización obligatoria o la entrada a la mayoría de edad, aspectos que tienen una relación directa con el posicionamiento del individuo en la estructura social.

Por otra parte, la frontera final de la juventud ha suscitado un mayor acuerdo dentro del enfoque biográfico, ubicándola generalmente en el establecimiento de un núcleo familiar independiente. Sin embargo, se ha abierto un hilo de críticas sobre la supuesta llegada de un momento en la vida del individuo en que éste deja de ser caracterizado por variables inherentes a la juventud y pasa a serlo por variables relativas a la vida «adulta». Para enfrentar esta problemática, la estrategia generalmente utilizada por este enfoque ha sido doble. Por un lado, relajar los criterios de salida de la juventud; como por ejemplo, del trabajo fijo y la creación de una familia de procreación se pasa a considerar la independencia económica y las formas de emancipación alternativas. Y por otro lado, a rebajar la franja de edad contemplada en los análisis empíricos hasta encontrar una franja de edad donde el porcentaje de individuos que ya no viven en el hogar de origen sea suficientemente elevado como por poder afirmar que esta franja de edad es el punto de término de la juventud.

Otra debilidad derivada de esta dificultad metodológica hace referencia a la delimitación de los individuos jóvenes analizados. La conceptualización teórica del objeto de estudio define la juventud como el proceso social que va de las transformaciones psicológicas y fisiológicas de la pubertad hasta la emancipación familiar, mientras que en el análisis empírico se consideran como jóvenes a todos los individuos entre quince y diecinueve años, independientemente de su relación respecto a los mencionados itinerarios de transición. Con esta independencia entre jóvenes y juventud se reconoce la paradójica posibilidad de que existan jóvenes que ya no tengan nada a ver con la juventud y de los «no-jóvenes» que se encuentren plenamente vinculados a ella. Una independencia entre conceptos que es consecuencia de la restricción de edades que imponen los organismos de la administración pública, la cual está en su derecho de exigir que los estudios que promueve tengan como objeto de estudio la «categoría administrativa de juventud» con la cual trabaja cotidianamente. Por lo tanto, de poco sirve que el enfoque biográfico argumente teóricamente la necesidad de superar el paradigma empirista en la conceptualización de la juventud si, a la hora de contrastar la teoría con la realidad, se utiliza la categoría administrativa de juventud. Para hacer frente a esta contradicción, ambas vertientes optan sorprendentemente por diferenciar la noción de joven y la noción de juventud. La noción de joven —individuos entre quince y diecinueve años— obedece a las restricciones marcadas desde la administración pública, mientras que la definición de juventud —proceso de transición de la pubertad a la vida adulta— respeta la concepción defendida desde la sociología de la transición. Dentro del programa de investigación de la sociología de la transición respecto, Cardenal (2006) y Jiménez et al., plantean que las fronteras de la juventud se deben establecer siguiendo criterios exclusivamente sociales, y que por lo tanto sólo se deben considerar jóvenes aquellos individuos que todavía no han completado el proceso de emancipación familiar. En este sentido, plantean que la juventud comienza cronológicamente entre los dieciséis y los dieciocho años y que termina entre los veinticuatro y treinta años, sin dar mayor fundamento sobre la elección de estas franjas de edad, especialmente la franja de término, puesto que la franja de inicio sí que está definida socialmente por la edad de término de la formación escolar obligatoria y por la adquisición de la mayoría de edad.

 

3. El enfoque nominalista

La perspectiva nominalista se apoya en las conceptualizaciones de Mannheim (1993) para quien los individuos que comparten una misma edad biológica no forman, por el simple hecho de haber nacido en un mismo período, un grupo social, ni deben ser analizados sociológicamente de esta manera. Partiendo del supuesto de que el conocimiento, en todas sus manifestaciones, es fruto de las condiciones sociales en que se produce, el interés de Mannheim se focalizan en qué medida la pertenencia a una generación —cuyas características dependen de las condiciones sociales y materiales en qué se ha producido— es un factor determinante de las formas de estratificación de la conciencia de los individuos que forman parte de ella. Esta estratificación de la conciencia dependerá de que en una cohorte de edad se produzca una unidad social homogénea en el seno de la estructura social, pero una cohorte de edad —entendida como un conjunto de individuos que comparten un mismo momento de nacimiento— no es, en principio, un grupo social concreto. Para que se constituya un grupo social hace falta que los individuos, además de enfrentarse a los mismos acontecimientos sociales y en los mismos periodos de sus vidas, los enfrenten desde una misma posición social. La articulación de la posición generacional (determinada a partir de los ciclos vitales) y la posición de clase (determinada a partir de las condiciones económico-sociales) del individuo posibilita la producción de «una modalidad específica de vivencia y de pensamiento, una modalidad específica de encajamiento en el proceso histórico» (Mannheim, 1993).

Para el estudio de las «generaciones» es necesario tener en cuenta, entonces, tanto las diferencias «intergeneracionales», derivadas de las variaciones temporales en las formas sociales y materiales de producción de los individuos, como las diferencias «intrageneracionales», derivadas de las posiciones sociales que ocupan los miembros de una generación cronológica determinada. Esta idea de Mannheim articula la perspectiva nominalista; perspectiva que plantea que, en el estudio de la juventud, el error habitual es encontrar características inherentes a esta categoría por el simple hecho de que los individuos que la integran comparten una misma edad, con independencia de las condiciones sociales en qué viven. Contrariamente, este enfoque se propone buscar el origen de las diferencias en las condiciones sociales y materiales diversas en que se han producido los individuos. En consecuencia, la perspectiva nominalista se apoya en la hipótesis de que bajo la identidad del concepto de «juventud» —una invención social según Galland (1994, 1997), o una categoría sociohistórica según Allerberch y Rosenmayr (1979)— se agrupan situaciones y sujetos que sólo tienen en común la edad (Martín Criado, 1998). Situaciones en las que las relaciones entre la edad social y la edad biológica son muy complejas, al estar marcadas por el origen social, que constituye un factor que diferencia considerablemente las experiencias juveniles en los estudios, el trabajo y la emancipación (Martín Serrano y Velarde, 1996, 2000; Cachón y Lefresne, 2000; Casal et al., 1988, 1991, 2004; Garrido y Requena, 1996; Brunet, 2001; Martín Criado, 1998; Toharía et al., 2001; Santos, 1999, 2006; Aguinala et al., 2004, Cardenal, 2006; Peugny, 2009; Dávila y Ghiardo, 2011).

Esta diversidad de experiencias no justifica el tratamiento de la juventud como si fuera un «todo» homogéneo, comprendido en un intervalo de edad y en cuyo interior se comparte una posición común en la estructura social y, por extensión, algunos valores, creencias y estilos de vida propios de la juventud. En contra de esta visión homo-geneizadora, según la perspectiva nominalista (Bourdieu, 2000; Lefresne, 2003; Rose, 1998), las divisiones y clasificaciones que se establecen entre juventud y vejez —y que se apoyan sólo en la edad biológica de los sujetos— son sociológicamente, arbitrarias, puesto que parten de una conceptualización teórica errónea del objeto de estudio. Error basado en la pretensión de que un colectivo que comparte identidades cronológicas comunes corresponde a un colectivo que comparte identidades sociales comunes y diferenciadas de otras clases de edad.

Bourdieu (2008), contraargumenta que juventud y vejez no son categorías dadas de forma objetiva sino que son posiciones sociales que se producen y reproducen constantemente a partir de lucha por la distribución de poderes entre los sujetos que las ocupan. Por tanto, sociológicamente la juventud debe enmarcarse dentro de un sistema de relaciones sociales que defina, en cada espacio social, las propias fronteras entre clases de edad. Bourdieu, al enmarcar la juventud en un sistema de relaciones sociales, critica la práctica de los investigadores que imponen las fronteras de edad en el análisis de la juventud de forma apriorística, externa al objeto de estudio y basándose habitualmente en criterios biológicos, como franjas de edad. Su postura consiste en que, en el estudio de la juventud y de las divisiones entre grupos de edad, hace falta conocer las leyes específicas de envejecimiento de cada campo; es decir, determinar, en cada espacio social de relaciones las dinámicas de dominación/subordinación que se establecen entre las diferentes posiciones, las bases en que se asientan estas dinámicas, la distribución de capitales, los intereses de poder por los cuales se lucha, los ritmos de sucesión en el acceso a estos poderes y, finalmente, las divisiones entre jóvenes y adultos mayores que surgen de esta lucha.

Bourdieu (2003) ejemplifica esta lucha dentro de los espacios sociales a partir de las estrategias diferenciales que llevan a cabo los jóvenes y los adultos mayores a partir de su relación de proximidad o de lejanía respeto al poder: «Si se comparara a los jóvenes de las diferentes fracciones de la clase dominante [...], el mismo año, se vería que estos jóvenes poseen en mayor medida los atributos del adulto, del viejo, del noble, del notable, etcétera, cuanto más próximos se encuentran al polo del poder». Por lo tanto, la construcción de la «identidad juvenil» o «identidad no juvenil» (por ejemplo, en los atributos físicos, en el comportamiento o en la vestimenta) se determina a partir de la posición que se ocupa en la estructura objetiva del campo y no en función de la edad, teniendo en cuenta que esto no implica que todos los sujetos que no han podido acumular capital sean necesariamente revolucionarios y que todos los propietarios de un gran capital sean automáticamente conservadores (Bourdieu y Wacquant, 1994). A su vez, como apuntan Cardús y Estruch (1984), la ostentación indefinida de aquello que hace joven supone, en el adulto biológico, un signo inconfundible de no participación (o de rechazo) en el poder. La edad social, pues, no es una variable independiente perfecta como la edad biológica, sino que es resultado de las luchas por la división del poder, por el establecimiento de los límites de edad y por los ritmos de sucesión que se definen en cada campo entre los adultos mayores y los jóvenes (Mauger, 2008).

En definitiva, bajo esta rúbrica, en la que los «jóvenes» viven en su seno, las identidades y trayectorias «juveniles» hacia una vida adulta (Furlong y Cartmel, 1997; Bynner et al., 1997; MacDonald, 1998) están estructuradas y, por tanto, asociadas a determinadas variables de desigualdad social (clase, género, etnia). De esta manera, analizar a los jóvenes ignorando dichas variables de referencia es una abstracción que impide comprender, en una situación de crisis de la sociedad salarial, los procesos de nueva pobreza, de vulnerabilidad y exclusión social que afectan desigualmente a los diferentes segmentos de los trabajadores asalariados, autóctonos o inmigrantes. Se explica, entonces, que el concepto de «generación» de Bourdieu (2003), se refiera a las diferentes condiciones sociales y materiales de producción de los sujetos. Desde este punto de vista, Martín Criado (1998) plantea que «en una sociedad completamente estática, donde las condiciones sociales y materiales con que se encuentran los nuevos miembros son idénticas a las que se encontraron los viejos en su época, no habría 'generaciones': las diferencias entre 'jóvenes' y 'viejos' serían simples diferencias de clases de edad».

La forma desigual en cómo se han producido los sujetos de una y otra generación puede llevar a pensar que los jóvenes actuales pueden aspirar a aquello que su mayor nivel de estudios garantizaba en un estadio anterior, cuando este acceso era impensable por los jóvenes del mismo extracto social en aquel momento; por ejemplo, el acceso a la educación secundaria para los jóvenes de las clases populares o el ingreso a la educación universitaria para los jóvenes de las clases medias. Esta creencia es fuente de conflictos entre generaciones, especialmente en la clase trabajadora. Así, al ver que sus hijos han logrado algunos niveles de estudios impensables para ellos, los padres creen que los jóvenes pueden cumplir las aspiraciones reales que tenían ellos en la época anterior. Lo que no se tiene en cuenta es que una generación y la otra se han producido en contextos diferentes y las recompensas que se podían obtener anteriormente con un determinado nivel de acumulación de capital educativo no tienen por qué ser válidas en otro periodo. De esta manera, pese a las condiciones favorables de entrada de estos jóvenes al sistema educativo (o, precisamente por este hecho), los propios jóvenes no ven garantizado el cumplimiento de sus aspiraciones, produciéndose un efecto devaluador de los títulos obtenidos. Así, los jóvenes, con mayor cualificación formativa —pero con títulos devaluados bajo el brazo—, compiten con otros adultos (sujetos que tuvieron su vinculación con el sistema educativo en un estadio anterior) que carentes de una relación prolongada con el sistema educativo, de la que sí han dispuesto sus hijos, tienden a legitimar su posición de dominación en base a otros factores que les aseguran la diferenciación y la acumulación del capital específico en juego en cada campo. La acumulación de experiencia, monopolio de los adultos mayores o «viejos», es uno de estos factores que habitualmente se utilizan para justificar las situaciones de vulnerabilidad de los y las jóvenes en el mercado laboral. Aquí es donde se sitúa uno de los pocos principios unificadores del conjunto de la juventud como grupo social, lo que Bourdieu (2003, 2008) define como la descualificación «estructural de la generación». Generalmente, en iguales trabajos realizados por individuos de mayor edad, los jóvenes están más cualificados. Por lo tanto, los jóvenes obtienen un menor rendimiento de los títulos logrados que los que habría obtenido la generación anterior.

Lo destaca Bourdieu (2008) al hablar de la crisis de 1968: «No se puede explicar la crisis, o al menos las condiciones estructurales de su aparición y de su generalización, sin recordar los efectos principales del crecimiento de la población escolarizada; es decir, la devaluación de los títulos académicos que determinó una desclasificación generalizada, particularmente intolerable para los más favorecidos y, de manera secundaria, las transformaciones del funcionamiento del sistema de enseñanza que resultan de las transformaciones morfológicas y sociales de su público. El crecimiento de la población escolarizada y la devaluación correlativa de los títulos académicos (o de las posiciones académicas a las cuales estos títulos dan acceso, como el estatuto del estudiante) afectaron el conjunto de una clase de edad, constituida de este modo como generación social relativamente unificada por esta experiencia común, y determinaron un desfase estructural entre las aspiraciones estatutarias —inscritas en posiciones y títulos que, en el anterior estado del sistema, ofrecían realmente las oportunidades correspondientes— y las posibilidades realmente aseguradas, en el momento que se está considerando, por estos títulos y estas posiciones. Este desfase no es nunca tan grande como entre los hijos de la clase dominante que no consiguieron operar la reconversión del capital cultural heredado en capital escolar; más allá incluso que su porvenir social no dependa enteramente del capital escolar y que el capital económico y social del cual dispone su familia los permita obtener el máximo rendimiento de sus títulos académicos en el mercado del trabajo y compensar así su fracaso (relativo) a través de carreras sustitutas».

En la conceptualización de la juventud de Bourdieu, como se ejemplica, las partes que entran en conflicto por el poder no son los jóvenes ni los viejos biológicos, sino dos formas de producción de sujetos derivadas de dos estadios sociales diferenciados, cada una de las cuales intenta imponer sus capitales específicos que les garanticen el acceso a las posiciones de poder de cada campo. La forma de producción de sujetos que se imponga en esta lucha facilitará el acceso o la permanencia al poder por parte de unos u otros. Así, aparecerán conflictos entre los nuevos agentes que buscan acceder al poder del campo rápidamente y los antiguos, que quieren atrasar el ritmo de sucesión en beneficio propio. Son luchas, en definitiva, por regular el ritmo de envejecimiento de un campo determinado, y en el cual la prolongación de la etapa de juventud constituye un síntoma de éxito en el retardo del ritmo de sucesión y del mantenimiento de la estructura establecida en el campo.

 

4. Conclusiones

En los intentos de establecer a la «juventud» como una categoría universal dada, hemos observado un conjunto de propuestas pragmáticas en una vertiente empírica, pero con limitaciones en su justificación teórica y en su adecuación a la disciplina sociológica. De hecho, buena parte de las investigaciones sobre juventud apenas dedican atención suficiente al proceso de construcción del objeto de estudio. Esta carencia de rigor metodológico se ha detectado especialmente en la con-ceptualización del objeto de estudio previo al análisis, pero también a posteriori en cuanto a la validez del constructo; es decir, en la adecuación en la relación entre la categoría social, o real, y la categoría construida en la investigación. Creemos que hace falta profundizar en la reflexión sobre si los resultados que se obtienen en las investigaciones validan o invalidan la hipótesis de que la categoría que se ha construido nítidamente por parte de los investigadores es el reflejo real de una categoría social de la misma nitidez, porque, como apuntan Salvadó y Serracant (2003) el problema aparece cuando los datos empíricos no nos acaban de encajar con este discurso. En este sentido, es comprensible que la dinámica de autoafirmación del campo de estudio de la juventud pretenda trazar algunas fronteras que justifiquen la especificidad de su objeto de estudio, entendiendo que esta especificidad implica la necesitad de un conocimiento también específico. Si aquello que justifica la labor de los investigadores de la juventud —y que, por lo tanto, constituye una fuente de reconocimiento académico— es la existencia en sí del objeto de estudio, es previsible que se aboquen esfuerzos de cara a su legitimación.

Entonces, la construcción del objeto de estudio «juventud» no es inmune a estos intereses, sino que está entrelazada con la construcción de un campo de estudio específico sobre la juventud y, en cierto modo, ambas dependen la una de la otra. Si bien se necesitan investigadores sobre la juventud, en primer lugar debe haber realmente una juventud a investigar. Y ante esta construcción, quizás más estratégica que sociológica, es necesario tener en cuenta el riesgo que corre la sociología de la juventud de dar por real aquello que posiblemente no lo es. O, si lo es, de darlo desde luego. Las alertas sobre esta situación se han hecho evidentes sobre todo desde la crítica nominalista, la perspectiva que más esfuerzos ha destinado a la conceptualización teórica de la juventud, siendo la perspectiva que más rechazo ha suscitado dentro el campo de la sociología de la juventud, atendiendo a las elevadas citas que se hacen de sus argumentos —que indican que no se trata de una perspectiva marginal con respecto a sus argumentos teóricos— y a los escasos intentos de aplicación empírica.

Entendemos que uno de los retos que se presentan en nuestro ámbito de estudio, y al cual hace falta dar respuesta, es la delimitación sociológica de la juventud. De hecho, la dirección a seguir pasa por establecer la noción de juventud a partir de criterios propios de la disciplina, descartando (o, como mínimo, sometiendo a crítica) las propuestas de que se han dotado otras disciplinas científicas —como la demografía, la psicología o la biología—, las relativas a la noción vulgar de juventud o a la delimitación jurídica y administrativa de los jóvenes por parte de los poderes públicos.

 

Barcelona (España), octubre 2012

 

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Recibido: noviembre 2012, Aceptado: marzo 2013.

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