Introducción, contexto y metodología
La presente investigación indaga por qué se dejaron en pie las murallas urbanas de Cartagena de Indias, Colombia, y de San Juan de Puerto Rico, considerando dos contextos: el histórico y el urbano. Mientras en prácticamente la totalidad de las ciudades latinoamericanas, desde Santo Domingo hasta Montevideo, fueron destruidas las murallas defensivas coloniales que rodeaban sus centros históricos, los sistemas de murallas de Cartagena y San Juan sobrevivieron en gran parte. Observando el trazado urbano actual de estas dos ciudades, es posible preguntarse por qué se mantuvieron tales estructuras, ya que eran consideradas obsoletas y fueron un claro estorbo al desarrollo urbano de principios del pasado siglo. La cuestión cobra mayor relevancia si se considera que sus centros históricos poseen hoy en día un valor indiscutible: los dos figuran en la lista de patrimonio mundial de la Unesco desde principios de la década de 1980, lo cual ha significado que ambas ciudades se han promovido como ‘destinos turísticos patrimoniales’, de modo que hoy en día se hallan entre los más buscados del Caribe. Las murallas las distinguen y hacen únicas, ya que ninguna otra en América Latina y el Caribe ha conservado estas estructuras, unos 3,5 km en el caso de Cartagena y 2,3 km en San Juan. Hoy en día se pueden admirar castillos y fortalezas en otras ciudades de la región, como La Habana, Santo Domingo, Ciudad de Panamá, Bermuda o Cumaná, pero en ellas ya no hay murallas que mostrar, o bien poseen solamente los restos de ellas. Algún caso excepcional, como el de Campeche, México, ha experimentado el ciclo completo de construcción-destrucción-reconstrucción de sus murallas urbanas: allí se empezó a reconstruir los muros hace ya algunas décadas y recientemente se ha continuado restableciéndolos con el objeto de atraer más turistas.
La metodología usada para el presente artículo es descriptivo-comparativa y, por tanto, de carácter selectivo (Oxman & Guyatt, 1993). De acuerdo con Bernal (2010), Cortés e Iglesias (2004) y Hernández, Fernández & Baptista (2010), este tipo de aproximación, al centrarse en la narración detallada de una problemática, permite identificar rasgos, características e información alusiva al objeto estudiado, abordando sus implicaciones y tendencias. Tal proceder se acerca al método del estudio de caso (Hamel, Dufour & Fortin, 1993; Stake, 1995), el cual reivindica el conocimiento de la realidad a través del examen de fenómenos concretos y abordables.
En concordancia con los postulados del párrafo anterior, el trabajo de campo en el que se basa el presente artículo ha sido de carácter eminentemente cualitativo, con la investigación de fuentes primarias (archivos de prensa, planos históricos y actuales de Cartagena y San Juan) que dieron los datos base, así como literatura secundaria (libros y artículos de historia de la época y literatura sobre historia de la planeación urbana de ambas ciudades y en América Latina en general; cf. listado de referencias al final del artículo), de la que resultó el marco histórico-social en el que se inscribe la presente investigación. Los resultados obtenidos se ratificaron mediante algunas entrevistas informales con expertos urbanistas e historiadores de ambas ciudades (tres en Cartagena y dos en San Juan). Se hizo especial esfuerzo en ilustrar los acontecimientos y devenires sociales respecto al urbanismo de la época, a la vez que en comparar ambos casos. No se deben esperar generalizaciones a partir de las dos ciudades estudiadas, por la especificidad de ambas; sin embargo, sí creemos que esta misma excepcionalidad puede ofrecer visiones interesantes sobre los procesos urbanos de otras ciudades latinoamericanas de finales del siglo xix y primeras décadas del xx, en especial el encaje urbano de las áreas históricas en el resto de la ciudad, con el trasfondo de las situaciones sociopolíticas respectivas.
Los hechos que se describen abarcan aproximadamente de 1880 a 1920 y deben ser puestos en la perspectiva general de las ciudades latinoamericanas y caribeñas, en su proceso de reformarse y conformarse a estándares urbanos europeos primero, y norteamericanos después. Es decir, el período estudiado en el cual suceden las ‘anomalías’ de mantener las murallas en Cartagena y San Juan es enmarcado en la fuerte influencia ejercida por el urbanismo de Europa y Norteamérica, sobre lo cual diserta Hardoy (1992, p. 20-21), cuando dice específicamente que “the first building and environmental ordinances and the beginning of municipal regulation [in Latin America, n. del a.] were an attempt to respond to ideas on public health that had developed in Europe”. Al otro lado de este marco temporal no hallamos ya la “higiene” como impulsora de reformas urbanas, sino la “modernidad”. Esta deviene un concepto básico según Montoya Garay (2013), que en su historia de la planeación urbana de Bogotá señala: “La modernización se convirtió en la excusa favorita a la hora de legitimar las políticas urbanas en la mayor parte del siglo xx” (p. 76). La situación especial a la que entró Puerto Rico tras devenir territorio estadounidense en 1898 implicó la preferencia por la ‘gran’ arquitectura como medio rápido para crear una nueva identidad en la isla, según señala Pabón-Chameco (2016, p. 13 y ss.).
La importancia histórica y simbólica de ambas ciudades es innegable: ambas fueron fundadas en lugares de alto valor geoestratégico. San Juan era una isla con pronunciados acantilados a un lado, y Cartagena, un grupo de islas con ciénagas que las conectaban (figuras 1 y 2). Puerto Rico era la posesión española más oriental en las Américas, lo cual la convirtió en punto obligado de conexión marítima con España. Cartagena era la puerta a las regiones andinas de Suramérica y también guardiana del istmo centroamericano. Enormemente codiciadas por piratas y corsarios pagados por las potencias rivales de Castilla, ambas ciudades se fortificaron pronto para ser convertidas en plazas inexpugnables gracias a sus murallas, castillos y fuertes (posiblemente fueran, junto con La Habana, las urbes mejor defendidas del Nuevo Mundo). El proceso de construcción de las fortificaciones duraría siglos y marcaría no solo la forma de estas ciudades, sino también su estructura social y económica. Ambos puertos entraron a formar parte de la red portuaria establecida por los españoles en las costas del Caribe y Suramérica, cuyo fin era salvaguardar los intercambios entre la metrópoli y las colonias, una red que se mantuvo durante casi tres siglos.
El contexto de urbanismo desde 1880 hasta 1920 es un factor importante a tener en cuenta. En efecto, no pocos autores postulan que la planeación urbana empezó en América Latina en los años de 1920, con bastante retraso respecto a Europa (Almandoz, 2002, 2010; Hardoy, 1992). Este retraso es todavía más patente en Colombia, donde los estudiosos sitúan el inicio de la planeación urbana ‘seria’ hacia la década de 1930 (Montoya, 2013, p. 87). En Puerto Rico también se inicia la planeación urbana en esa década, lo cual resultó en la construcción de proyectos de vivienda subsidiados por el gobierno federal estadounidense; por su parte, en 1941 inició sus actividades el Puerto Rico Planning Board (Mignucci, 2012). Por tanto, los fenómenos descritos en este artículo se dan en una época anterior a la planeación urbana sistemática tal y como se entendió en el continente a partir de la década de 1930.
Por otro lado, cabe subrayar que el mantenimiento de las murallas es algo inaudito, ya que en aquellas décadas no eran consideradas patrimonio cultural: la valoración social de las murallas se inicia en la década de 1910 en Cartagena de Indias (Giaimo, 2008, p. 8) y en el caso de Puerto Rico algunos autores ven un comienzo más tardío de este proceso, en la década de 1930 (Delgado Mercado, 2010, p. 63).
‘Modernizando’ las ciudades latinoamericanas: planeando nuevos espacios y demoliendo murallas
A partir de la década de 1880, las economías latinoamericanas quedaron conectadas a Europa, y posteriormente a Estados Unidos, en calidad de proveedoras de materias primas (Hardoy, 1978, p. 106). Este cambio económico pronto tuvo consecuencias sociales y espaciales en las ciudades. En paralelo a este cambio, y a lo largo del siglo xix, se fue dando un proceso de obsolescencia de las estructuras defensivas urbanas de Europa y América Latina, y a partir de las primeras décadas del xix, tras las independencias, en muchos países latinoamericanos se derribaron las murallas de las ciudades. Más tarde, ya en la década de 1860, estos procesos de demolición se relacionarían con las grandes reformas urbanas europeas, como la Ringstrasse en Viena o los bulevares de París, reformas que favorecieron la creación de avenidas anchas y espacios abiertos en la ciudad, muy en contraste con el laberinto de callejuelas que presentaban los centros históricos amurallados. Según señala Almandoz (2002, p. 15), las metrópolis latinoamericanas, ya conectadas económicamente a la naciente economía global, intentarían pronto imitar las nuevas formas urbanas. Este autor establece un claro paralelismo entre cambios físicos y culturales, también en el caso latinoamericano, cuando escribe que “One of the key issues of the modernization of Latin America has to do with the importation of urban planning and design ideas from Europe, and the distinct way in which these were incorporated into the capitals of the emergent republics” (p. 4).
El discurso público sobre la ‘modernización’, una de cuyas demandas sine qua non parece ser la demolición de las murallas urbanas, llegó a Cartagena hacia finales del siglo xix. Samudio Trallero (2006) escribe lo siguiente a propósito de este proceso:
Unos pocos cartageneros (…) alzaron sus voces de protesta cuando fue derribado un sector de sus murallas en las primeras décadas del siglo xx, dizque para mejorar el saneamiento de la urbe como puerto de escala de los barcos que cruzarían el Canal de Panamá y porque se consideraba la muralla como un obstáculo para el progreso de la ciudad. (p. 3)
De hecho, entre las elites urbanas cartageneras existieron dos visiones completamente opuestas en lo que se refiere a las murallas: la de aquellos que las creían un estorbo al progreso y la de quienes las consideraban un patrimonio digno de ser preservado. Algunos autores ven en este último grupo a la elite más conservadora, directa descendiente de españoles, que deseaba mantener un fuerte símbolo visual de conexión con la antigua metrópoli. En cambio, el primer grupo estaría formado por la burguesía criolla emergente, que deseaba una clara ruptura con España y presionó para que desaparecieran las murallas, en tanto símbolo claro de la época colonial (Ávila Domínguez, 2008, p. 66).
La alternativa entre mantenimiento y demolición fue discutida amplia y apasionadamente durante casi medio siglo en Cartagena, en un periodo que empezó con una apertura practicada en la Plaza de la Aduana en 1880 y acabó en 1924 con la demolición completa de una cortina de murallas, incluyendo tres bastiones. Asimismo, las políticas públicas urbanas respecto del tema fueron extraordinariamente dispares y se contradijeron no pocas veces. Así, en 1911, mientras los militares estacionados en la ciudad derruyeron un segmento de murallas, el entonces presidente Carlos E. Restrepo envió desde Bogotá un telegrama en que ordenaba detener este derribo (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo [PNUD]/Unesco, 1990, p. 17), un caso de especial interés, ya que es la primera orden del gobierno de la Nación tendiente a la conservación del patrimonio construido. La tensión causada por este dilema de planeación urbana fue particularmente alta desde los años 1911 hasta 1924: Carrillo, Cabarcas, Vargas y Puello (2013, p. 194) constatan que las discusiones públicas respecto al tema fueron “muy acaloradas”.
En los años de la Primera Guerra Mundial continuaron los movimientos opuestos. Mientras la prensa local (y las elites criollas tras ella) seguía pidiendo la demolición, un curioso efecto de la guerra europea fue que la destrucción que generó acabó resultando en una mayor apreciación de “lo antiguo” en general, y del patrimonio militar construido en particular (Giaimo, 2002, p. 8; véase también figuras 3a y 3b ).
San Juan vivió un proceso muy diferente: varios autores afirman que hacia mediados del siglo xix la ciudad se estaba sobrepoblando, siendo además un lugar muy insalubre. En este contexto, la sociedad puertorriqueña pidió al gobierno español autorización para derribar las murallas en 1865, de modo similar a los casos de La Habana y Barcelona (Flores, 2009; González Vales, 2009; Sepúlveda Rivera, 2000, p. 70). Sin embargo, por motivos estratégicos, los militares estacionados en la isla bloquearon con todas sus fuerzas cualquier intento de derribo. Solo en 1897 el gobierno de Madrid autorizó finalmente la demolición.
El entusiasmo popular que causó esta decisión, así como el alegre inicio de los trabajos de demolición, están reportados fielmente por la prensa de la época. Muchos hombres jóvenes accedieron a ayudar en la demolición, y el primer día de trabajos fue declarado festivo por las autoridades locales, que inauguraron solemnemente las obras. Sin embargo, la demolición fue muy limitada, ya que los trabajos (ejecutados mayormente de modo manual) progresaron muy lentamente y en 1898 estalló la guerra entre Estados Unidos y España, con lo cual solo una parte relativamente pequeña de la muralla fue derribada; concretamente, la que se hallaba alrededor de la zona de Puerta de Tierra (figuras 4a y 4b ).
Las crónicas históricas muestran, pues, una situación completamente diferente en San Juan y Cartagena, si las comparamos. En Puerto Rico, la sociedad en su conjunto estuvo a favor del derribo, después de haber luchado por él durante décadas. En Cartagena, tal como hemos visto, la cuestión estuvo lejos de la unanimidad.
¿Expansión urbana o salud pública? Los casos de varias ciudades latinoamericanas
Si miramos otras ciudades latinoamericanas y caribeñas, el largo “período dubitativo” cartagenero no se halla en ninguna otra parte. Por ejemplo, la ciudad mexicana de Veracruz derribó el lado tierra de sus murallas en unos pocos meses en 1880 (figura 5), con la banda municipal tocando para acompañar a los obreros en su primer día de trabajo, tal y como dicen las crónicas, en un entusiasmo similar al descrito más arriba para San Juan. La sensación de libertad y la alegría que acompañaron dichos trabajos, llevados a cabo en su mayor parte por entusiastas residentes, son claro signo de una conexión entre murallas y ocupación española. La inevitable conclusión es que, para muchos latinoamericanos de la época, si se derribaba el símbolo colonial por excelencia, el poder colonial sería repelido (caso de Puerto Rico, bajo dominio español hasta 1898) o bien su memoria sería borrada (caso de Cartagena de Indias, independiente desde 1819). En consecuencia, una primera explicación del derribo de las murallas es netamente nacionalista: las nuevas repúblicas americanas borran de sus paisajes urbanos cualquier huella visual dejada por la antigua potencia colonial. Los procesos simbólicos desempeñan, pues, un papel principal, reclamando reformas urbanas y la demolición.
FUENTE: FOTO CORTESÍA DE BLOG “VERACRUZ ANTIGUO”, HTTPS://AGUAPASADA.WORDPRESS.COM /20I5/O5/24/I88O-DEMOLICION-DE-LA-MURALLA-DE-TIERRA-EN-VERACRUZ/, BAJADA EN SEP TIEMBRE DE 2017
Las murallas urbanas han sido siempre estructuras segregadoras, tanto en época medieval como más recientemente. Así, Creighton (2007) afirma que no pocas murallas “have violent histories and have changed political or national allegiance in the past. Moreover, city walls, while outwardly embracing populations, also inevitably serve to exclude or marginalize other social groups” (p. 345). Este autor reporta procesos de contestación en la ciudad de Sana’a, Yemen, en años recientes, un hecho que demuestra claramente que las murallas urbanas son estructuras que suscitan, aun hoy en día, opiniones encontradas. Bruce y Creighton (2006) usan ciudades amuralladas europeas como trabajo de campo para demostrar su afirmación de que el patrimonio es “disonante” por definición, cuando escriben que “town walls can be conceptualised as a ‘dissonant’ form of heritage whose value is contested between different interest groups and whose meanings are not static but can be rewritten” (p. 234).
En conclusión, no solo en América Latina las murallas son estructuras polémicas, sino que se encuentran las mismas actitudes hacia ellas en otras latitudes, como en Europa y Asia, según recientes investigaciones.
Otro argumento que parece importante en este contexto es el de la ‘expansión’. Un ejemplo de ello es la ciudad de Lima, Perú, que demolió sus murallas en dos años, empezando en 1868 (Palmeiro, Lombardi & Montuori, 2012), ya que, según afirma Heineberg (1996), se habían convertido en un obstáculo al progreso de la ciudad. Este mismo autor escribe, para el caso de Montevideo, Uruguay, que en 1829 el primer gobierno nacional independiente ordenó la destrucción inmediata de las fortificaciones de la capital, ya que eran un impedimento a la expansión de la ciudad, una tarea que duró varios años. En suma, hay evidencias de que muchos centros históricos latinoamericanos se quedaron sin sus cordones amurallados por causa de la expansión urbana como motivo primario. En San Juan, como se dijo más arriba, esta demolición fue básicamente en la zona de la Puerta de Tierra, justamente el área que conecta la ciudad antigua con los nuevos barrios, siendo esto una prueba más de que la expansión y la conexión entre los barrios antiguos y los nuevos fue la principal razón tras las demoliciones. Todos estos derribamientos fueron saludados jubilosamente por el conjunto de las poblaciones residentes: el ‘progreso’ fue el impulsor de acciones; en cambio, la conservación del patrimonio no tenía ningún papel en el discurso público de la época.
Uno de los argumentos que más se repitió entre 1880 y 1920 en América Latina fue que las murallas debían ser derribadas por razones de salud pública. Este argumento surgió inicialmente en Europa y después se propagó por el continente latinoamericano: Almandoz (2000) reporta los detalles de este debate según se dio en la ciudad de Caracas y Agostoni (2003) investigó el tema en la Ciudad de México. En Cartagena, a pesar de que, según las crónicas, en efecto la higiene alrededor de las murallas era muy deplorable, algunos autores han visto en todo este discurso un modo de aislar y estigmatizar a las clases más bajas por parte de las elites urbanas, que así mantendrían a esas capas más pobres de la población por fuera del progreso emergente de aquella época (Deavila Pertuz, 2010). Un reciente trabajo de Valdemar Villegas (2017) profundiza en aspectos técnicos e impactos sociales de esta ‘higieni-zación’ en Cartagena, cuyo objetivo final fue no solo la limpieza del ambiente, sino la ‘limpieza social’ en su sentido más amplio. Ante las medidas que se tomaron en la ciudad en pro de esta higiene, afirma este autor que
si bien fue visible la adquisición de cierto equipamiento urbano, las necesidades de los sectores pobres no fueron atendidas, más bien hubo negligencia y abandono. Es más, los barrios denominados como ‘pobres’ fueron estigmatizados como espacios antihigiénicos e inmorales que había que sanear en aras de la modernización (p. 186).
Décadas después, argumentos similares se usarían contra diversos barrios de invasión asentados al lado de las murallas, con lo cual se constata la permanencia de una dialéctica perversa contra la población más vulnerable de la ciudad (Deavila Pertuz & Román Romero, 2008). Así, nos hallamos ante unas capas pobres de población frente a una modernidad discriminadora, de la que dice Valdemar Villegas (2017): “La pretendida modernidad, a imagen y semejanza de las urbes del viejo continente, se redujo a la imaginación de una elite que saciaba su intentada emulación en retóricos discursos de salón” (p. 184). Guerrero Palencia (2014) constata la incapacidad de la elite blanca y andina en cuanto a crear buenas condiciones sociales para todos los habitantes de la ciudad, señalando además un interesante matiz político: “En este sentido los discursos eugenésicos expresados en lo racial y lo higiénico, se convirtieron en justificaciones que facilitaron el desarrollo de una hegemonía centralista andina, en la que las zonas costeras seguían siendo consideradas espacios marginalizados, a los que había que llevar el ideal de progreso y la civilización” (p. 118).
En el caso de San Juan, Dilla Alfonso (2014, p. 83 y ss.) reporta que la situación de sobrepoblación en la ciudad era tan grave que los problemas de higiene eran mucho más reales, aunque a la hora de hallar nuevos espacios y embellecer la ciudad, el desplazamiento de los habitantes de raza negra y de las capas más pobres fue un hecho.
Como se ve, esta discusión se dio, con diferentes matices, en todo el continente, ya que, en no pocas ciudades, las elites más progresistas justificaron la demolición con una mejor salubridad a causa –según se decía– de una mejora en la aireación de la ciudad.
Vale la pena, pues, detenerse en este argumento de la circulación del aire. De hecho, vemos que en Cartagena este argumento no se sostiene, ya que las demoliciones de las murallas comprendieron sobre todo las secciones del este y del sur del cordón. Y el hecho es que las brisas sobre la ciudad soplan mayormente desde el norte (Centro de Investigaciones Oceanográficas e Hidrográficas del Caribe [cioh Caribe], 2010). Si la demolición parcial hubiera sido motivada por cuestiones de salubridad, la parte de murallas que se habría derribado hubiera sido el sector norte, para favorecer la entrada de aire. Así, la explicación de higiene pública no puede ser considerada en este contexto. En cambio, si se mira la demolición parcial desde el punto de vista de una mejora de la conexión del centro histórico con el resto de la ciudad, que se iba expandiendo hacia el este, entonces todo cobra sentido. De hecho, la demolición del segmento de muralla en lo que es hoy día la avenida Venezuela tuvo como propósito principal conectar el centro histórico con La Matuna, un nuevo barrio de servicios construido sobre un caño desecado en las primeras décadas del siglo xx (figura 3B) y a partir de ahí con el resto de la ciudad. En este aspecto, pues, Cartagena sigue los patrones y tendencias de otras ciudades latinoamericanas en las que la expansión urbana fue determinante para derribar sus murallas, con el argumento de la higiene como mera excusa.
La cuestión de la ‘conexión’ o ‘expansión’ cobra todavía más importancia en el contexto general de crecimiento urbano de las ciudades de América Latina: estas muestran claros procesos de suburbanización ya desde mediados del siglo xix y las murallas urbanas se vuelven así un obstáculo evidente entre la ‘ciudad antigua’ y la ‘ciudad nueva’. En los casos de Cartagena y San Juan, este proceso expansivo extramuros es comparativamente muy tardío. En San Juan, los militares españoles impidieron cualquier expansión fuera del recinto amurallado, de modo que solo en la década de 1890 se empezó tímidamente a construir por fuera, en la zona de Puerta de Tierra. En la década de 1900 y siguientes, con la isla formando parte de la Unión Americana, se iniciaría un vasto proceso de suburbanización parecido a los que se dieron en las ciudades estadounidenses. En Cartagena, los nuevos barrios extramuros de El Cabrero y Manga empezaron a construirse en las décadas de 1890 y 1900, respectivamente. Aquí emerge una hipótesis sobre la relación entre el mantenimiento de las murallas y una expansión suburbana tardía, ya que otras ciudades que habían demolido sus murallas anteriormente iniciaron estos procesos expansivos mucho antes que Cartagena y San Juan y de modo más intensivo.
En Cartagena, el argumento de la higiene pública fue usado repetidamente por las autoridades para justificar la demolición. Así, un correo del Ministerio de Obras Públicas de 1916 escribe excusándose ante los cartageneros y usando ampliamente el argumento de la salubridad para justificar la demolición de un segmento de muralla, una misiva que revela que la tensión entre conservar las murallas y derribarlas estaba irresuelta (Meisel Roca, 2009):
Tenemos que pedir excusas, muy especialmente a los cartageneros por habernos permitido tocar a las antiguas murallas construidas por los españoles; comprendemos perfectamente el interés histórico que tienen, y sólo por considerar este sacrificio necesario y muy provechoso para la salubridad pública hemos podido resolvernos a recomendar su demolición parcial. (p. 140)
Este texto es particularmente interesante ya que, por primera vez, aparece el término “interés histórico” en un documento escrito por una autoridad colombiana sobre Cartagena.
Meisel Roca (2009) argumenta –sin ponderarlas– que hubo tres razones por las que las murallas de Cartagena eran vistas como un obstáculo: la primera era económica, ya que las murallas constituían una barrera física hacia la ciudad nueva; la segunda era de índole social, y era la baja apreciación del patrimonio urbano construido en la era ‘preturística’ de la ciudad; finalmente, la tercera razón tenía que ver con la salud pública, como se ha discutido más arriba.
La presente sección concluye, pues, enfatizando que el argumento de la salubridad no fue más que un falso argumento, ya que, habiendo visto los patrones de derribo de varias ciudades latinoamericanas, queda claro que el motivo principal fue la conexión entre el centro histórico y la nueva ciudad que emergía fuera de las murallas, de modo que ambas partes pudieran articularse en un solo espacio. Esta configuración preservaría el simbolismo del centro histórico, así como su función de centro administrativo y de poder, mientras que la función residencial (para clases altas) y parcialmente la industrial serían expulsadas a zonas periféricas, lejos del centro. De este modo, se introdujo un dualismo en las antiguas ciudades coloniales hispanas que ha prevalecido en muchas de ellas hasta nuestros días. Finalmente, el argumento ‘nacionalista’ puede ser visto como trasfondo de algunas discusiones de la época.
Las ‘excepciones’: cómo Cartagena y San Juan preservaron sus murallas. Implicaciones urbanísticas
Con el trasfondo de los poderosos argumentos de la ‘higiene pública’ y la ‘expansión urbana’ empujando la demolición de numerosas fortificaciones urbanas, la presente sección trata de ofrecer explicaciones sobre las ‘anomalías urbanas’ que significaron el mantenimiento de las murallas en Cartagena y San Juan, explicaciones que a la postre son tan simples como contundentes.
En el caso cartagenero, el antagonismo entre las elites mencionado en la segunda sección se saldó con la victoria de las más conservadoras. Fueron estos sectores los que, a pesar de ser minoritarios, vencieron en la batalla. Pero también existió un motivo mucho más prosaico que salvó las murallas: pese a que el gobierno nacional emitió un decreto para derribarlas, el gobierno local estaba tan corto de fondos que no tuvo modo de pagar la demolición (Samudio Trallero, 2006, p. 4).
Scarpaci (2005) ilustra cómo finalmente, y tras décadas de discusiones, se resolvió la cuestión de modo definitivo: en 1923, el alcalde de la ciudad invitó a un grupo de respetables ciudadanos, miembros de la elite local, a formar la Sociedad de Mejoras Públicas de Cartagena (es decir, la comisión local de monumentos), cuya misión sería el mantenimiento y embellecimiento de los espacios públicos y monumentos, en especial la arquitectura militar. Creada por una normativa local en 1923, aprobada un año más tarde por el Congreso del país, y a semejanza de otras Sociedades de Mejoras Públicas que se establecieron en las principales ciudades de Colombia, empezó a operar en el año 1924. Esta entidad pertenecía a las elites locales, a las cuales el sector público entregaba de este modo la mejora del espacio urbano y de sus monumentos. El mismo Scarpaci afirma que de este modo tuvo lugar la solución más radical que se adoptó en el continente en lo que a conservación de espacios públicos se refiere, en el sentido de que se dejó por completo esta tarea en manos privadas (cf. también Cunín & Rinaudo, 2006).
Escribiendo sobre esta cuestión de la década de 1920, Deavila Pertuz (2010) sostiene que, con la creación de la Sociedad de Mejoras Públicas, “se imprime un nuevo paradigma en la ciudad; el legado arquitectónico de la colonia, antes condenado a la desaparición, adquiere valor dentro de un prematuro proceso de constitución de una ciudad turística” (p. 2). Es, por tanto, a la vista de futuros desarrollos turísticos (que aún tardarían décadas en llegar) que algunos integrantes de la elite urbana consiguen que se conserven para siempre las murallas, una tarea que acometerán ellos mismos desde la recién creada Sociedad.
En lo que se refiere a San Juan, quedó como una plaza altamente estratégica, donde los militares españoles impidieron cualquier cambio en las estructuras fortificadas hasta 1897, cuando se dio una demolición parcial, como se explica más arriba. Un año más tarde, las murallas se usaron para proteger la ciudad frente a las fuerzas invasoras estadounidenses. A partir de la década de 1900, Puerto Rico se convirtió en el bastión estadounidense del Caribe, protegiendo la construcción del Canal de Panamá y más tarde su operación. De hecho, solo a partir de 1912 el gobierno federal estadounidense empezó a compartir el manejo de las estructuras militares coloniales con el gobierno de la isla, básicamente para que este contribuyera a los costos de mantenimiento de aquellas. Así las cosas, amplias secciones de las murallas y los fortines continuaron siendo usados como instalaciones militares por los norteamericanos, sobre todo como almacenes. El uso militar del sistema de fortalezas colonial siguió hasta la Segunda Guerra Mundial, ya que el gobierno federal americano desplegó en ellas artillería moderna de forma preventiva (Gutiérrez, 2005, p. 64). Los militares conservaron su autoridad sobre buena parte de las murallas y fortines hasta que, en 1961, decidieron transferirlos al National Parks Service estadounidense. Con ello, estamos ante un período inusualmente largo de uso militar de fortalezas coloniales, que es único en toda Latinoamérica y que explica tanto la conservación de las murallas como su rápida transición a atractivo turístico (Álvarez Curbelo, 2009; Flores 2009; González Vales, 2009; Santiago Cazull, 2006).
Alguien puede argumentar que, en ambas ciudades, con las demoliciones parciales que garantizaban la conexión entre la ciudad antigua y la nueva, la demolición completa de las murallas no fue necesaria. Por tanto, la muralla lado mar pudo seguir en pie al no ser un estorbo para la citada conexión. Nosotros no creemos que esta explicación sea correcta, ya que también debería dar cuenta de por qué fueron derribadas las murallas del lado mar de otras ciudades coloniales hispanas (La Habana, Veracruz, etcétera).
Conclusiones
El presente artículo ha repasado y ponderado las diferentes causas que explican los procesos de demolición de murallas en América Latina, así como los casos únicos de Cartagena de Indias y San Juan de Puerto Rico, que consiguieron conservar sus estructuras amuralladas. Se ha determinado que, bajo un trasfondo nacionalista, la expansión urbana y la conexión de barrios fueron las causas de demolición de murallas, mientras que los argumentos de higiene pública fueron usados como meros pretextos. Las causas para mantener las murallas difieren en ambas ciudades: en el caso cartagenero, remiten a una apuesta temprana por el turismo y, junto con ello, a la falta de presupuesto para la demolición; en el caso sanjuanero, fue su uso continuado y extraordinariamente largo como instalaciones militares.
Es de resaltar que, con la excepción de la conservación de sus murallas, los centros históricos de Cartagena y San Juan compartirían idéntico destino con el resto de centros históricos coloniales latinoamericanos en lo que se refiere a sus desarrollos durante el siglo xx. En efecto, todos ellos verían primero un proceso de decadencia largo y profundo para después ser regenerados en lo que Scarpaci (2005) considera las dos caras de una misma moneda de la estrategia capitalista de valoración de centros históricos. En conclusión, exceptuando sus ‘anómalas’ murallas y dentro de sus respectivos contextos nacionales de planeación urbana, Cartagena y San Juan experimentaron los mismos procesos y las transformaciones comunes a todas las urbes del continente desde mediados del siglo xix hasta las primeras décadas del xx. Así, el hecho de conservar las murallas no significó nada especial para estas dos ciudades en lo que se refiere a desarrollo urbano.
Cabe subrayar aquí cómo, con posterioridad a la época analizada, en el transcurso del siglo xx ambas ciudades experimentarían procesos de suburbanización (que en San Juan serían de proporciones gigantescas, debido a que se trasplantaron a la isla las normas de planeación estadounidenses), así como procesos de turistificación, lo que las ha llevado a ser dos destinos caribeños altamente cotizados, tanto por sus playas como por su patrimonio militar construido. Los nuevos barrios fueron construidos para las clases más pudientes en estilo art déco en Cartagena y en estilo city beautiful en San Juan, pero también con presencia de barrios de construcción informal ocupados por las clases bajas, de modo similar a lo acontecido en otras ciudades latinoamericanas. Estas cuestiones quedan, sin embargo, fuera de nuestro trabajo y se constituyen en interesantes futuras investigaciones que podrán completar lo reportado en el presente artículo.
Al final, las circunstancias más bien fortuitas que llevaron a la conservación de las murallas en ambas urbes (Segovia Salas, 1987, escribió que haber conservado las murallas de Cartagena fue un “milagro”), acabaron siendo altamente beneficiosas con el correr del tiempo: las murallas son hoy en día importantes monumentos de carácter icónico que inspiran orgullo y sentido de pertenencia a los residentes. Asimismo, distinguen estéticamente a estas ciudades, ya que son estructuras únicas en América Latina y constituyen, por tanto, una fuente de competitividad, algo esencial para ambas, ya que son hoy en día importantes destinos turísticos de talla internacional.