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Revista chilena de literatura

On-line version ISSN 0718-2295

Rev. chil. lit.  no.108 Santiago Nov. 2023

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22952023000200411 

Artículos

El mal francés en la literatura española: desengaño y grotesco en tres retratos (Lozana, Maxi Rubín y Max Estrella)

THE ‘MAL FRANCÉS’ IN THE SPANISH LITERATURE: DISILLUSION AND GROTESQUE IN THREE PORTRAITS (LOZANA, MAXI RUBÍN AND MAX ESTRELLA)

Almudena Izquierdo-Andreu1 
http://orcid.org/0000-0001-7408-3046

Álvaro López-Fernández2 
http://orcid.org/0000-0002-1930-9150

1Universidad de Salamanca, Instituto de Estudios Medievales y Renacentistas y de Humanidades Digitales (IEMYRhd), Salamanca, España

2Universidad Complutense de Madrid, España

Resumen:

Este trabajo tiene como objetivo analizar la presencia y las consecuencias de la sífilis en tres personajes de la literatura española: Lozana (La lozana andaluza, 1528), Maxi Rubín (Fortunata y Jacinta, 1887) y Max Estrella (Luces de Bohemia, 1920). El hilo conductor se basa en tres principios que dan coherencia y cohesión a la disparidad temática y temporal de las obras estudiadas: el marco grotesco que retrata las peripecias y la caracterización del personaje aquejado de sífilis, la relevancia de los efectos de su enfermedad en la historia, y cómo sus síntomas conectan con el desengaño final que protagoniza el personaje. Esta revisión crítica busca así reformar y reforzar el plano simbólico de los personajes mediante las repercusiones veraces que tiene este mal en sus actuaciones en la trama.

Palabras clave: Desengaño; Sífilis; Grotesco; Literatura española; Retrato

Abstract:

The paper´s aim is to analyse the syphilis presence and consequences in three characters of the Spanish literature: Lozana (La lozana andaluza, 1528), Maxi Rubín (Fortunata y Jacinta, 1887) and Max Estrella (Luces de Bohemia, 1920). The common point is based on three features in order to give coherence and cohesion to the studied books at the thematic and temporal level: the grotesque setting to create a portrays the vicissitudes and characterisation for the syphilis sufferer, the relevance of disease effects at the plot, and how his symptoms connect with the final disillusionment of the characters. In this way this critical interpretation seeks to reform and reinforce the symbolic plane through the truthful repercussions this illness has on the characters actions.

Keywords: Disillusion; Syphilis; Portrait; Grotesque; Spanish Literature

1. INTRODUCCIÓN

Nota de autor 1

Nota de autor 2

Mota.- Este verano

se escapó del mal francés

por un río de sudores;

y está tan tierna y reciente,

que anteayer me arrojó un diente

envuelto entre muchas flores.

El burlador de Sevilla, Tirso de Molina

La cita con la que se abre este trabajo corresponde al momento en que Don Juan y el Marqués de la Mota pasan revista a la corte mudada de prostitutas de la capital hispalense en El burlador de Sevilla (1616). En ella, sobresale la rápida mención a la enfermedad de una meretriz que, al contrario que el resto, no se ha retirado solo por su avanzada edad (tópico burlesco de la prostituta vieja), sino por otro motivo recurrente entre las cortesanas callejeras: el mal francés o mal de Nápoles, conocido en la actualidad como la sífilis. En apenas seis versos, el Marqués de la Mota aporta datos veraces sobre una enfermedad que estaba aparejada al sexo de forma natural, más allá de oscuros ambientes prostibularios. Esta patología convivía con gran parte de la población, por lo que su presencia en la literatura aparece como un guiño ligado a la cotidianidad de los personajes. La referencia, por tanto, del mal francés y su tratamiento estaría normalizada y se nutriría de la complicidad del lector. Las palabras del Marqués de la Mota dan cuenta de ello cuando alude a la morbosa imagen de la prostituta desdentada y, sobre todo, a ese “río de sudores” (Molina 121) en relación con el tratamiento de los pacientes, a quienes se hacía sudar bajo una manta en una habitación cerrada con braseros encendidos. La misma estrategia refleja Cervantes: “Salgo de aquel hospital, de sudar catorce cargas de bubas que me echó a cuestas una mujer que escogí por mía, que non debiera” (310), relataba el Alférez Campuzano a su amigo Peralta en la novela ejemplar El casamiento engañoso (1613).

En relación con el mal francés, este artículo se propone analizar la presencia y las consecuencias de la sífilis en tres obras señeras de la literatura española: La lozana andaluza (1528), de Francisco Delicado, Fortunata y Jacinta (1887), de Benito Pérez Galdós, y Luces de bohemia (1920), de Ramón del Valle-Inclán. El arco temporal de casi cuatrocientos años que distancia el primer del último libro publicados evidencia la continuidad histórica que tuvo la sífilis y su larga sombra en la literatura hispánica. A este respecto, la razón para escoger y trabajar estas tres obras no es arbitraria. Aunque, a primera vista puede parecer que carecen de un hilo conductor, o escasa ligazón temática y contextual, todas ellas comparten tres rasgos o patrones en la descripción y desarrollo del personaje afectado por la enfermedad. El primer rasgo es que los tres textos se sirven de un marco grotesco en el retrato de las peripecias del personaje aquejado de sífilis; el segundo patrón apunta que sus síntomas y efectos son más relevantes en la trama de lo que habitualmente ha concedido la crítica especializada; y en tercer lugar, sus consecuencias verosímiles conectan de forma directa con el desengaño final de los tres libros, que concluyen con el personaje sifilítico muerto o retirado de su mundo social. Es importante incidir que este análisis de la enfermedad como motor narrativo, junto con las secuelas físicas aparejadas, no resta importancia o efectividad al plano simbólico que disponen las tres obras, sino que lo refuerza, especialmente en el desengaño final de cada personaje. Asimismo, es necesario señalar dos cuestiones fundamentales:

Somos conscientes de que, en los períodos realista y naturalista, en el que se inscriben las obras de Galdós, los postulados estéticos en relación con la sífilis pueden estar motivados por las teorías médicas de la época, que apuntaban a cuadros de histeria o diferentes tipos de neurosis, como se esconde en Tristana (1892). Aunque esta circunstancia pueda condicionar la aparición de la sífilis en Maxi Rubín, resulta vital para ver la expresión de los síntomas y la trascendencia de estos en su comportamiento desde una óptica naturalista. Precisamente, este análisis refuerza la descripción galdosiana de los personajes, marcada por rasgos realistas que atienden al paradigma médico coetáneo.

Por su parte, también se atiende al enfoque de género de los personajes para calibrar la diferencia entre una mujer con sífilis de los dos personajes varones. Aunque en principio nos interesa ver la consecuencia narrativa de la enfermedad en el desarrollo de estos personajes, no podemos ignorar el trato y la diferencia entre Lozana, mujer prostituta de origen judío, frente a Maxi y Max Estrella.

En este sentido, cabe adelantar que los personajes con sífilis que se consideran para esta investigación, Lozana, Maxi Rubín y Max Estrella, sufren la enfermedad en distintos grados, hecho que queda demostrado por el cuadro clínico que muestran en su obra. No en vano, la sífilis, infección transmitida por vía sexual (en concreto, por la bacteria Treponema pallidum subsp. Pallidum), evoluciona en diferentes fases sin el tratamiento adecuado y, según el tiempo transcurrido, puede derivar desde sífilis precoz a sífilis tardía. La sífilis precoz incluye la sífilis primaria, secundaria y latente precoz, mientras que la sífilis tardía incluiría la latente tardía y la terciaria (Arando y Otero 398-404). Dado que nos referiremos a estas fases más adelante, conviene apuntar brevemente sus rasgos distintivos.

La sífilis primaria apenas tiene rasgos visibles, forma un chancro indoloro que cura a las pocas semanas y deja una pequeña cicatriz. La fase secundaria comienza de dos a ocho semanas después, y sus efectos más reconocibles son las pústulas dolorosas. Otras manifestaciones clínicas probables son la alopecia, lesiones maculares, aplastamiento de la nariz, la febrícula o los daños en ciertos órganos, como el hígado (que puede generar una hepatitis). Aunque puede adelantarse, la fase terciaria suele darse de veinte a cuarenta años después de la infección inicial; agrava los síntomas y acostumbra a devenir en una sífilis cardiovascular, gomatosa o –más relevante para esta investigación– en una neurosífilis, que ataca al sistema nervioso y puede conllevar una severa afectación ocular y auditiva. Por último, se halla la sífilis congénita, en la que el feto se infecta a través de la madre no tratada. Aunque los bebés nacen en su mayoría asintomáticos, no es extraño que empiecen a desarrollar síntomas tras las dos primeras semanas de vida. Pasados dos años, las lesiones son crónicas. Entre los síntomas que presentan los pacientes congénitos destacan la queratitis, sordera, protuberancia frontal y graves problemas en la formación dental.

2. LA SÍFILIS COMO ENFERMEDAD COMÚN: NACIMIENTO Y REFLEJO EN LA LITERATURA ÁUREA

Siglos antes de que pudiéramos realizar esta somera descripción clínica, el nacimiento y las causas de la sífilis estuvieron envueltos por un halo mítico-literario, ya por su presunto origen americano o su ligazón con la lepra. Lo que está claro es que los primeros testimonios tratadísticos que hablan de este morbo gálico, mal francés o mal napolitano datan de finales del siglo XV, poco después de su estallido en tierras napolitanas. La sífilis tendría su origen en el ejército mercenario del rey francés Carlos VIII desplegado en la ciudad italiana frente a Gonzalo de Córdoba en 1495 3 . Los estragos fueron notorios, como demuestra el rápido surgimiento de tratados que identifican sus secuelas y especulan sobre sus posibles curas. De hecho, apenas un año después, en 1496, Joseph Grünpeck publica un texto sobre su origen y conexión con una conjunción astral, y antes de que acabe el siglo son dos españoles, Gaspar Torrella y Francisco López Villalobos, quienes identifican el nuevo mal. El primero publica en Roma en 1497 el Tractatus cum consiliis contra pudendagram seu morbum gallicum, mientras que el segundo presenta en 1498 un Tratado de las pestíferas bubas, nombre con el que se conoció en tierras castellanas. La literatura científica quinientista coincide en señalar un tratamiento: la infusión del guayaco o palo santo en combinación con las fumigaciones de cinabrio (sulfuro de mercurio) para que el enfermo “sudara” el exceso de humor melancólico causante del desajuste 4 .

En tierras castellanas, Gonzalo Fernández de Oviedo en la carta LXXV del Sumario de la natural y general historia de las Indias (1526) explicita ya la descripción del árbol, la preparación del remedio y la administración al enfermo. El testigo fue recogido por Francisco Delicado, autor de La Lozana andaluza, y enfermo de este mal, en su tratado El modo de adoperare el legno (1529). También alabó los efectos paliativos del palo santo Ruy Díaz de Ysla en su Tratado contra el mal serpentino que vulgarmente en España es llamado bubas (1539), mismo consejo dado por el doctor Luis Lobera. Este médico desgranó el tratamiento con gran finura y precisión en su Libro de las cuatro enfermedades cortesanas (1544), texto poco conocido por la crítica en la historia de la sífilis, tal vez por no ser un tratado exclusivo sobre este mal, pero que rescatamos aquí por el aporte significativo que, para este artículo, supone, su identificación con una enfermedad cortesana. En este sentido, Lobera apunta el mal francés como una afección propia de caballeros junto con el catarro, la gota y el mal de ijada o cólico. Con esta filiación, si bien no añade grandes novedades médicas, sí cambia la posición que se otorga al mal de bubas en la esfera social. Aunque no se omite su origen pecaminoso como enfermedad sexual, ya no se trata de una dolencia anclada en los márgenes, que sufría solo la soldadesca aficionada a visitar la mancebía. Su adscripción cortesana supone la ampliación de la base y origen social de los afectados. Así, en estos cincuenta años transcurridos, la sífilis ha pasado de entroncar con las enfermedades asociadas al castigo divino por su ligazón con la prostitución (Herrero y Montero 3) a formar parte de las dolencias propias de una cúspide social. Este rápido ascenso entre el estamento privilegiado, sumado a la desolación que causaba en las campañas militares (especialmente numerosas en la España siglodorista), fueron un plus para el interés de su tratamiento y curación en la literatura médica. En paralelo, la literatura ficcional está espolvoreada con menciones más o menos discretas, y cada vez más precisas, a este morbo gálico como una enfermedad común hasta bien entrado el siglo XX.

Así las cosas, desde el siglo XVI las letras españolas atesoran un muestrario nada desdeñable de personajes literarios con sífilis. El mismo Cervantes nos ofrece el retrato del abatido alférez Campuzano, soldado que regresa a casa después de su estancia en un hospital real de Valladolid, sitio donde históricamente se curaba a los aquejados de la enfermedad y que no quedaba lejos de la casa del escritor:

Salía del Hospital de la Resurreción, que está en Valladolid, fuera de la Puerta del Campo, un soldado que, por servirle su espada de báculo y por la flaqueza de sus piernas y amarillez de su rostro, mostraba bien claro que, aunque no era el tiempo muy caluroso, debía de haber sudado en veinte días todo el humor que quizá granjeó en una hora. (Cervantes, El casamiento 309)

La imagen, realista y velazqueña avant la lettre, de este Marte afectado por el mal de Venus puede ser tomada como epítome de un ejército enfermo 5 , pero, en lo que atañe inmediatamente a Campuzano, consolida su descenso a los infiernos social y personal. Como enuncia Barragán Nieto, su aspecto no puede ser más “lamentable” (664), impresión reforzada en la descripción del personaje en El coloquio de los perros, novela ejemplar que forma un díptico con El casamiento engañoso: “Hálleme verdaderamente hecho pelón, porque ni tenía barbas que peinar ni dineros que gastar” (Cervantes, Novelas 321). La debilidad de su cuerpo y una tez amarillenta enfermiza son solo algunas de las marcas visibles del guiñapo en el que se ha convertido tras su tratamiento. Cervantes presenta a un soldado para quien la espada ya solo sirve de bastón, y, a pesar de todo, aún conserva parte de la fanfarronada soldadesca al relatar su matrimonio desengañado. El concepto es clave. Adrián J. Sáez vincula a Campuzano con la masa de soldados “desengañados”, devenidos en rufianes, que acaban en “la cárcel o el hospital”, y a los que “tan solo les queda su arrogancia y sus bravuconerías, herencia del miles gloriosus y el capitano spagnolo de la Commedia dell’arte” (De soldados 45). Este soldado, de reminiscencias picarescas, ha sido burlado, y presuntamente contagiado, por Estefanía, cuyo casamiento se convirtió en un “cansamiento” (Cervantes 310) del que, en un principio, confiesa arrepentirse por los efectos causados en su alma y en su cuerpo buboso.

La cuestión es que la sífilis podría ser también la causa directa de que el alférez contemple la “maravilla” del coloquio de los perros durante su tiempo en el hospital, que luego dejó por escrito. No en vano, uno de los efectos de la sífilis terciaria, que podría haber desarrollado prematuramente, es que produce alucinaciones. Ello supondría que tal visión, como ya han apuntado recientemente algunos investigadores como Barragán Nieto y Sáez, tendría un origen verosímil dentro de la ficción, y no sería una suerte de sueño o delirio proverbial sin explicación viable, más allá de lo milagroso. El propio Cervantes pudo haber reforzado esta lectura al incidir en las desdichas sufridas por Campuzano y el prodigio “visto” en el hospital, negando su arrepentimiento previo: “doy por bien empleadas todas mis desgracias, por haber sido parte de haberme puesto en el hospital donde vi lo que ahora diré” (321-22).

A la luz de todo lo dicho, El casamiento engañoso y El coloquio de los perros podrían, por su interés y trascendencia en el tratamiento narrativo de la sífilis, así como su indudable peso en la literatura española, haber formado parte de este estudio. Es más, los trabajos de Adrián J. Sáez o Barragán Nieto suponen un extraordinario precedente crítico, pues apuntalan la importancia de los estragos objetivos de la enfermedad en el personaje y su trascendencia en el desarrollo de la trama novelesca. El motivo para no incluirlo en el corpus es que, aunque haya visos caricaturescos puntuales en el retrato de Campuzano, sería muy forzado hablar de distorsión grotesca propiamente dicha, lo que es una de las pautas fundamentales del trabajo.

En este sentido, y siguiendo las incursiones teóricas de Iehl, Roas o López Fernández, se entiende lo grotesco como un ejercicio consciente de degradación de una realidad o su expectativa por medio de la combinación de lo ridículo y lo doloroso. Esta dualidad, expresada con múltiples variaciones en los estudios sobre lo grotesco, por ejemplo cómico-terrible (Burke 11), resulta imprescindible, dado que orillamos una categoría estética que más claramente que otras se orienta a la perplejidad y turbación emocional del receptor, lo que precisa de un manejo calculado de la distancia por parte del narrador, sobre todo a través del humor. “La risa hace que se atenúe o incluso desaparezca la adhesión emocional que se establece entre el lector y el personaje”, aseguraba Roas (26). La risa que percute las tres obras analizadas tiene un poso ahumado, de negrura (palpable sobre todo en Luces de bohemia), que las separa –por establecer una línea entre los dos padres teóricos de la estética– del grotesco positivo, de mascarada, exceso e irreverencia regeneradora del que habló Mijaíl Bajtin y las acerca al grotesco pesimista, oscuro, alucinado y procaz de Wolfgang Kayser. No deja de ser remarcable que Kayser empleara como patrón inductivo para su gran libro sobre el grotesco la impresión colectiva que provocaban conocidos cuadros de Brueghel, de El Bosco, de Velázquez y de Goya, entre otros. Es un lugar común señalar que el barroco hispánico fue rico en la exploración de lo grotesco, pero quizás no lo es tanto reseñar que en muchas ocasiones fue este un grotesco reductivo y enajenado, cuyos espacios, lejos de banquetes carnavalescos, recreaban disparatados “espacios del hambre”, expresión de Valeriano Bozal (35), que a su vez él tomaba de unas palabras de Pablos en El buscón de Quevedo. Y es que, apostillaba Bozal, el hambre omnipresente cumplía en Quevedo “el papel que la abundancia poseía en Rabelais” (36).

En estas coordenadas, a lo largo del barroco abunda la sífilis como tema literario, que recorre los ambientes picarescos y prostibularios. Un ejemplo es la referencia de La pícara Justina (1605), autodenominada como una “pelona francesa”, o la propia cita de El burlador de Sevilla que encabeza este trabajo, en consonancia con la estética grotesca, sobre todo en lo que atañe a las secuelas físicas más feístas de la enfermedad: hundimiento de la nariz, bubas, alopecia… Una de los hallazgos expresivos más corrosivos de la enfermedad lo firma, por supuesto, Quevedo en la dupla que componen los romances “Tomando estaba sudores” y su continuación, “A Marica la Chupona: Segunda parte de Marica en el Hospital y primera en lo ingenioso”, donde nos dice: “Lo español de la muchacha / traduce en francés el mal; / cata a Francia, Montesinos, / si te pretendes pelar” (124). Quevedo retuerce su sarcasmo, como explicaba Díez Fernández (280), para revisar con crudeza la sintomatología de la prostituta cuyo cabello “en postillas y no en postas / se partió de su lugar” (126) y cuyos dientes en un bizcocho “como en pantano se atascan” (131). Estos poemas ya adelantan que la sífilis no solo constituyó un tópico injurioso en las sátiras contras los médicos o en las coplillas de tradición misógina a mujeres viejas. De hecho, a espejo de lo que ya había pasado en Italia, hubo vates españoles que compusieron auténticos cancionerillos sobre la sífilis, de un carnavalesco fúnebre, pero despreocupado, que “comparten no pocos rasgos con la literatura bufonesca” (Ponce Cárdenas 140). La enfermedad se aproxima con ellos a los parámetros de la deformación, en parte gracias a los requiebros del lenguaje barroco y de la oportuna autobiografía y la voluntad paródica de reflejarla de algunos de los compositores, como el gongorino Anastasio Pantaleón, estudiado por Ponce Cárdenas. El tratamiento de la sífilis, aun así, en estas obras, es autoconclusivo: poco podemos alumbrar respecto a las consecuencias y novedades de la enfermedad en una supuesta trama o en el desengaño del personaje afectado, por lo general muy plano y repetido 6 .

Sin embargo, la duración de esa estela de retratos ha de servirnos de acicate para volver la mirada al antecedente hispánico, casi la madre, de todos estos escritos: La Lozana andaluza (1528), escrita por Francisco Delicado, cuyos parámetros grotescos en torno a la sífilis, interpretada casi siempre de forma alegórica, quizás y a pesar de la profusa bibliografía, no han sido aún totalmente despejados, como ocurre con su importancia casi vertebral que tiene en el entramado de la obra.

3. LA LOZANA ANDALUZA. RETRATO ROMANO Y ROMO DE UNA PROSTITUTA

“Las mujeres en esta tierra […] son sujetas a tres cosas: a la pinsión de la casa, y a la gola, y al mal que después les viene de Nápoles” (Delicado 291), avisa el personaje de Compañero al Autor, hablando precisamente de la andadura vital de Lozana. El mal napolitano, del que se comenta hasta su presunto origen, es uno de los ejes narrativos de La Lozana andaluza. Como defiende Carla Perugini, fue, de hecho, el estímulo que impulsó a Delicado escribirla: comenzó durante su ingreso en el Hospital de Santiago de los Españoles en Roma, aquejado de fuertes dolores por el avance de la enfermedad (XV-XVI). En consonancia, el estudio de la representación de la enfermedad goza hoy de buena salud bibliográfica, como avalan los trabajos de María Luisa García-Verdugo, Carolyn Wolfenzon, Enrique Montero y María Cruz Herrero o José Pablo Barragán Nieto. Estas valiosas investigaciones, no obstante, se han centrado en identificar referencias taimadas a la sífilis, en algunas ocasiones casi propias de un lenguaje de germanía, y en comparar con celo los síntomas de la sífilis que aparecían en los tratados médicos coetáneos (la mayoría citados en el apartado anterior) con los que se mencionan en La Lozana andaluza 7 . La obra de Delicado, que bebe del ciclo celestinesco, tiene una gran originalidad estructural, ya manifiesta en el nombre de los apartados –mamotretos–, pero sobre todo en el género que le aplica el autor, el denominado retrato. En este punto cabe detenernos, aunque pueda resultar evidente, en que La Lozana andaluza es, en esencia, el retrato de una prostituta visiblemente sifilítica en tierra extranjera. A medida que las páginas avanzan sabemos que Lozana es su nombre de oficio, con el que le bautiza su primer amante, Diómedes, al comenzar su viaje sexual aproximadamente a los 12 años (antes era Aldonza y más tarde se llamará Vellida). Su procedencia andaluza enlaza además con el barrio marginal de Pozoblanco, donde vive en Roma, simulacro degradado de su Córdoba natal. Sin embargo, en lo que respecta a la visión instantánea de Lozana (su retrato literario), lo que contempla el lector es el rostro de una mujer sin nariz, principio de alopecia y con una cicatriz en forma de estrella en la frente, todos ellos rasgos de una sífilis en fase secundaria. Simbólicamente, algunos de estos efectos se han interpretado como indicadores de las raíces judeoconversas del personaje y, por extensión, del autor, enfermo de sífilis durante 23 años: la ausencia de nariz escondería, así, su promisión natural, la cicatriz de la frente se vehicularía con la huella de la estrella de David… pero en el plano inmediato y tangible, la Lozana nos arroja la cara de una sugerente mujer desfigurada, enferma y, en último término, grotesca, por tener una belleza contraria a la norma, por la complejidad y por la simultaneidad entre degeneración y seducción erótica que emana.

Delicado no nos llega a pintar una prostituta vieja, sino una mujer exuberante y hermosa entre la adolescencia y los cuarenta años. Esta visión se aleja, por ejemplo, de la repulsión que busca reproducir Quinten Massys en su célebre retrato Una mujer fea o La duquesa fea (1513), tan ponderado por Umberto Eco (172). La ausencia tan poco apolínea de nariz, la estrella en la frente o la progresiva alopecia son tachas llamativas de su belleza, que ella trata explícitamente de ocultar, pero que pueden sumar otro atractivo más pragmático, pues son indicadores de lubricidad y maestría en el oficio. Los personajes no dan, de hecho, ninguna señal de rechazo en el cuerpo novelesco, y el lector había de moverse, por tanto, entre la cautela que suscita la enfermedad (refrendada en los grabados originales de la obra), y la incontestable atracción hacia el torbellino erótico que es Lozana. Del mismo modo, Delicado suaviza y relativiza las secuelas terribles de la sífilis con un humor caricaturesco cargado de dilogías y creatividad léxica en el que, a modo de contrapeso, se vuelve a insistir a veces en la contundente hermosura del personaje. Citamos un par de ejemplos:

Lozana: trahié consigo un hermano fraire de la Merced, que tiene una nariz como asa de cántaro y el pie como remo de galera, que anoche la vino a acompañar ya tarde, y esta mañana, en siendo de día, la demandaba y envíesela lo más presto que pude rodando, y, por el Dios que me hizo, que si me hablara que estaba determinada comerle las sonaderas porque me pareciera […]

Beatriz.- ¿Vistes tal hermosura de cara y tez? ¡Si tuviese asiento para los antojos! (195)

***

Autor.- Esta comprará oficio en Roma, que beneficio ya me parece que lo tiene curado, pues no tiene chimenea, ni tiene do poner antojos. (295)

Por otro lado, Lozana es un nombre parlante con largo predicamento en la literatura erótica desde El libro de buen amor (828d), que vincula en una palabra lo bello, lo saludable y lo lujurioso del personaje. Otra posible interpretación del término es la expresión lo çana (lo sana), que Perugini entiende como un derivado de ‘sanar’, lo que permite conectar el nombre con las capacidades terapéuticas de las que hace gala el personaje (27, n. 114). Esta aptitud sanadora se aventura desde los primeros compases de la historia, cuando Diómedes pide a Lozana que tome parte activa en su curación. Tales curaciones, nada inocentes, se orientan en la mayor parte de los casos a mitigar los efectos de la sífilis o recuperar la energía sexual (Perugini 25, n. 96). Es decir, Lozana es capaz de reanimar y dar sanidad sexual como una santa milagrosa, pero al tiempo es una enferma visible, que contagia su mal por su actividad. Se trata de dos planos ambivalentes, pero que no generan ninguna contradicción y que entroncan con las dos polaridades de la obra, propias del grotesco. Véase para reforzarlo este pasaje en el que Lozana extiende la receta al mayordomo canónigo del que se queda embarazada:

MAYORDOMO.- ¡Qué quiere que haga, que ha veinte días que soy estado para cortarme lo mío, tanto me duele cuando orino! Y, según dice el médico, tengo que lamer todo este año, y a la fin creo que me lo cortarán. ¿Piensa vuestra merced que se me pasarían sin castigo ni ella ni mi criado, que jamás torna do va?

[…]

LOZANA.- Mi señor, prométeme de no dallo en manos de médicos, y deja hacer a mí, que es miembro que quiere halagos y caricias, y no crueldad de médico cobdicioso y bien vestido.

CANÓNIGO.- Señora, desde agora lo pongo en vuestras manos: que hagáis vos lo que, señora, mandárades, que él y yo os obedeceremos.

LOZANA.- Señor, hace que lo tengáis limpio y untaldo con pupulión, que de aquí a cinco días no teméis nada. (285-86)

Cabe decir que, al igual que las consecuencias funestas de la enfermedad resultan palpables en el retrato de la meretriz, los remedios que maneja también eran, como poco, recomendables en la época. El conocimiento de la Lozana se refrenda con los dictados médicos coetáneos, lo que le aleja de la imagen de la una pícara vendehumos, y apuntala las resonancias ejemplares del personaje. De este modo, el citado pupulión era un calmante extraído de la corteza del chopo de uso recurrente. En consonancia, Delicado nos ofrece un panorama documental de las curas rutinarias que seguían los aquejados de enfermedades venéreas, y especialmente del mal francés, el producto más temido del Amor –reverso de Roma– entendido como placer físico, del que Lozana es propagadora, tanto de su bien como de su mal. En el mamotreto XLV, de hecho, la imagen triunfal asociada a la Roma clásica, representada en el héroe de una batalla coronado de laurel, deviene en la imagen superviviente de un aquejado de sífilis en estos tiempos del Amor: “es necesario que en muerte o en vida vayan a Santiago de las Carretas, y allí el carro y la corona de flores y las heridas serán su mérito y renombre a las que vernán, las cuales tomarán audibilia pro visibilia” (393). En este caso, el triunfo es el goce sexual, más allá del dolor y la fealdad crecientes, pues el hospital y, por extensión, la muerte prematura, se atisba en el horizonte de los placeres epicúreos que encarna Lozana. A pesar del trágico final que les espera, acelerado por la sífilis, que campa a sus anchas por Roma, los personajes no están dispuestos a renunciar al regocijo carnal, que el lenguaje acompaña, aunque sea de forma macabra:

LOZANA.- […] ¿Todas tienen sus amigos de su nación?

VALIJERO.- Señora, al principio y al medio, cada una le toma como le viene; al último, francés, porque no las deja hasta la muerte. (277)

La chanza ejemplifica la naturalidad de los personajes al hablar de su enfermedad sin dramatismo, pero con conciencia, a veces irónica, de las consecuencias. En este sentido, Delicado hace un retrato del paisaje vital de Roma antes del Saqueo Imperial, pero también un retrato del destino de la propia Lozana que, como dice Wardropper, “no tiene ningún afán moralizador […] Su credo artístico es la verdad, no la belleza” (478). Una verdad que en este caso se encarna en la deformación real, personal y colectiva, de los pobladores de la ciudad. En otras palabras, el retrato de la plenitud de Lozana, de sus 12 a 40 años, corresponde al retrato de Roma entera, de la que es prácticamente su emblema. Tal identificación no escapa de las lógicas de lo grotesco. Glosando una cita de Burke, la relación con el mundo que establece lo grotesco no sería correctora sino revolucionaria. O si se prefiere, como expuso Valeriano Bozal, lo grotesco, frente a la sátira, no pretende conducirnos o reconducirnos a una vida buena, moralmente aceptable, pretende “explicarnos” o “hacernos ver” la deformidad en la que estamos (56). De hecho, para cerrar el acertijo, el retrato de la Lozana, como emblema romano, puede interpretarse a partir de su ausencia de nariz (secuela de la sífilis), pues la Lozana efectivamente es ‘roma’, el juego de palabras definitivo de Delicado, y que revierte en el sentido profundo de la obra.

No hay, pues, arrepentimiento ni contraindicación en la obra, el gozo implica la sífilis y, como afirma Lozana, en el mamotreto XL: “beata la muerte cuando viene después de bien vivir” (369) 8 . No será hasta la tercera parte de la obra cuando Lozana module sutilmente el tono de su discurso: aumentan las referencias a la muerte y a un, cada vez más cercano, retiro. En el Mamotreto LIV “entre col y col, lechuga” (426), recomienda a Divicia, de hecho, la necesidad de guardar para la vejez, que comienza a los cuarenta años. En correspondencia, aumentan también en ella los estragos de la sífilis. Incluso, puestos a especular, la visión plutónica que tiene en el mamotreto LXVI y que precipita su retirada de Roma, ¿no podría tratarse de una alucinación provocada por un agravamiento del mal (una sífilis terciaria), después de más de 20 años enferma? No exenta de interés simbólico, la visión, como hila Carla Perugini (345, n. 1756), puede ligarse a los pasajes grotescos de la pintura flamenca, especialmente a El Bosco y Brueghel.

Tras el sueño final (o primera alucinación consecuencia del mal francés) de Lozana, esta determina irse de Roma para acabar sus días santamente en la isla napolitana de Lípari con su marido-criado Rampín. Cansada de su vida prostibularia en las calles de Roma, y fatigada por el trabajo y las crecientes dolencias, decide retirarse. Sin embargo, su mudanza no será solo física, sino que implica un cambio de identidad, más allá de la alegoría moral con la que han interpretado este desenlace investigadores como Martín Morán. La mudanza supone dejar atrás la máscara de prostituta (y el regocijo de su actividad) que Lozana portó desde su viaje iniciático por el Mediterráneo y que consolidó en la ciudad italiana. Su traslado se convierte en un exilio, interior y exterior, de la que era hasta el momento su patria, pues no hay posibilidad realista de medrar para una prostituta: “Y esta es mi última voluntad, porque sé que tres suertes de personas acaban mal, como son soldados y putanas y osurarios, si no ellos sus descendientes, y por esto es bueno fuir romano por Roma que, voltadas las letras, dice amor” (Delicado 480). El nombre con el que la bautiza Diómedes deja de existir: el personaje retratado muere en Roma, pues no tiene sentido narrativo y vital que Lozana habite fuera de los límites del barrio de Pozoblanco. Surge así la vieja y desengañada Vellida, como pasará a llamarse, que decide terminar sus días alejada de la desenfadada ciudad.

Vamos con ella, que no podemos errar, al ínsula de Lipari con nuestros pares, y mudaréme yo el nombre y diréme la Vellida, y así más de cuatro me echarán menos, aunque no soy sola, que más de cuatro Lozanas hay en Roma, y yo seré salida de tanta fortuna pretérita, continua y futura, y de oír palabradas de necios. (481)

Con estas palabras, la protagonista se autosentencia. Su lozana posición ha sido incluso usurpada por otras cuatro meretrices que encarnan su papel entre la numerosa clientela romana. Ellas disfrutan ahora del protagonismo y la maestría laureada, que les cede la añosa mujer. Ya no aspira al gozo y al disfrute pasado, sino solo a una paz en la que acabar sus días antes de que la sífilis acabe con ella. Pero esa vida tranquila no pertenece ya a Lozana, muerta socialmente, sino a Vellida, personaje cuyo retrato nominal alude a un rasgo tópico de la prostituta vieja, el vello, nota característica que la conecta con la “vieja barbuda que se dize Celestina” (Rojas 249). De esta forma, el trasvase de identidad implica un desengaño final donde solo queda una mujer vieja y sifilítica exiliada de su propio retrato: un retrato, cuyo segundo significado en la época, como ha estudiado Claude Allaigre (45), era precisamente el de retiro. En otras palabras, en el retrato de Lozana, ya estaba presente su amargo abandono de la escena.

4. LOS DESENGAÑOS DE MAXI RUBÍN. EL CAMINO A LAS ESTRELLAS

El siglo XIX fue, de nuevo, un siglo especialmente traspasado por la sífilis y las enfermedades venéreas, como testimoniaron la vida y la literatura de no pocos escritores del período: Nietzsche, Lord Byron, Oscar Wilde… En palabras de Montero Glez “la sífilis de Baudelaire”, sin ir más lejos, “quedaría reflejada en su poesía de la misma manera que el sol se refleja en la nieve”; símbolo que el poeta utilizó en una composición en torno a la destrucción del tiempo titulada “La llamada de la nada”: “y así, sin cesar me devora el tiempo, como la nieve devora cuerpos inertes”. La sífilis, ya en estado terciario, le produjo al vate francés una afasia y, en último término, una parálisis parcial previa a su muerte en 1867.

El panorama español no está libre de esta afección, tanto en lo que atañe a escritores que pudieron estar aquejados por la enfermedad como la creación de personajes literarios sifilíticos. Por antonomasia resulta imperativo mencionar a Galdós, quien murió afectado de sífilis en su grado último (Herrera Hernández), y retrató uno de los enfermos más realistas y redondos de la literatura hispánica, Maxi Rubín, el esposo de Fortunata en la novela Fortunata y Jacinta (1887) 9 .

Hoy se acepta que el personaje de Maxi Rubín sufre una sífilis congénita, cuyos síntomas coinciden casi punto por punto con los principales manuales médicos del período, como desgranaron Michael W. Stannard en su artículo “Las bases científicas del saber médico en Galdós” y Carmen Berná en su reciente volumen Los locos de Galdós: entre ciencia y literatura. Sin embargo, una revisión pormenorizada del texto arroja que el peso de la condición sifilítica de Maxi Rubín como explicación de la mayoría de sus acciones en la trama (las acciones de un hombre sujeto a su herencia genética) puede ser aún mayor de lo que la crítica ha apuntado. De modo parejo, las señales que da Galdós al lector informado –algunas de ellas iluminadas más adelante– sobre lo que le ocurre al personaje pueden ser más sugerentes y numerosas de lo que se ha concedido. En este sentido, la quijotesca conducta errática, los delirios, las cefaleas, las obsesiones hipocondríacas o la fragilidad corporal y mental de Maxi supondrían, antes que nada, un cuadro clínico de sífilis congénita desarrollado hasta sus últimas consecuencias en la narrativa de la novela, que se cierra, como veremos, con las palabras del personaje.

Los guiños a la enfermedad heredada de Maxi, que condiciona su comportamiento, se apuntan en las primeras páginas de la Parte II, antes incluso de introducir al personaje. Muy ligado al estilo galdosiano (y al naturalismo coetáneo), el narrador presenta a la familia Rubín, sin detallar aún qué tipo de ligazón tendrá con la trama principal. En apenas unas líneas y de forma implícita, Galdós esboza el posible origen converso de la familia y traza una pintura maliciosa de la pareja de Nicolás Rubín y su esposa, padres de Maxi. La madre del joven, “bella y deseosa de agradar”, se presenta como una mujer de “mala conducta”, con una vida “desarreglada y escandalosa, que vivía con un lujo impropio de su clase”. Tal trayectoria, según el narrador, arrastró más de un problema en el matrimonio, además del rumor de que los tres hijos “no se parecían” entre ellos, pues “solo con muy buena voluntad se les encontraba el aire de familia” (I: 572-73). El padre, por su parte, “pasaba de las violencias más bárbaras a las tolerancias más vergonzosas”: deliciosa frase con la que Galdós insinúa un posible proxenetismo, que había podido traer la sífilis a la familia. La cercanía entre Maxi y su madre se subraya desde el nombre: la madre se llama Maximiliana. Maxi es su producto vivencial, en todos los sentidos. Hereda la onomástica y la enfermedad (el destino viciado), con toda la deformidad que ello acarrea. Al hilo, reproducimos el retrato que hace Galdós de Maxi Rubín en su primera aparición en escena:

La cabeza de Maximiliano anunciaba que tendría calva antes de los treinta años. Su piel era lustrosa, fina, cutis de niño con transparencias de mujer desmedrada y clorótica. Tenía el hueso de la nariz hundido y chafado, como si fuera de sustancia blanda y hubiese recibido un golpe, resultando de esto no solo fealdad sino obstrucciones de respiración nasal, que eran sin duda la causa de que tuviera siempre la boca abierta. Su dentadura había salido con tanta desigualdad que cada pieza estaba, como si dijéramos, donde le daba la gana. Y menos mal si aquellos condenados huesos no le molestaran nunca; ¡pero si tenía el pobrecito cada dolor de muelas que le hacía poner el grito más allá del Cielo! Padecía también de corizas y las empalmaba, de modo que resultaba un coriza crónico, con la pituitaria echando fuego y destilando sin cesar. Como ya iba aprendiendo el oficio, se administraba el yoduro de potasio en todas las formas posibles, y andaba siempre con un canuto en la boca aspirando brea, demonios o no sé qué. (I: 580-81)

La calvicie, la nariz hundida, los problemas dentales –síntomas algunos ya esbozados en el estudio de La Lozana andaluza– se reúnen en un retrato extremo, cuya cantidad, detallismo y prominencia de rasgos revelan la pericia descriptiva de Galdós y el cuidado que tuvo a la hora de documentarse sobre los efectos la enfermedad, como escribe Stannard (225). Se administra yoduro de potasio, un indicativo de que el propio Maxi, a la postre farmacéutico, podía ser consciente de que padecía una sífilis congénita. No en vano, la sustancia aparece en la Farmacopea Oficial Española de 1884 como tratamiento único de la sífilis terciaria, y “se menciona también en el segundo volumen del Libro médico azul que Galdós tenía en su biblioteca” (Berná 83). El hecho de que su rostro acumule una sintomatología veraz no implica, sin embargo, que los brochazos narrativos de Galdós se alejen de las pautas grotescas de lo ridículo y lo doloroso o, como enuncia Stannard con otros términos, de la mezcla “del macabrismo y la tristeza” (225). Una dualidad que se agudiza con la autoconciencia del personaje ante su condición y, por tanto, ante su imagen en el espejo. Es esa fealdad inmediata lo que más le va a separar precisamente de la que será su mujer en la historia, Fortunata, quien piensa desde que le conoce: “Le miraba y, francamente, no podía acostumbrarse a aquella nariz chafada, a aquella boca tan sin gracia, al endeble cuerpo que parecía que se iba a deshacer de un soplo. ¡Que siempre se enamoraran de ella tipos así!” (I: 595).

Y, sin embargo, en el organigrama de expectativas previas, Fortunata estaba hasta cierto punto, por posición social, destinada a terminar con el gracioso de la historia (frente a Jacinta, a quien le estaría reservado el galán). El calculado retorcimiento de Galdós afecta a los dos personajes masculinos de la historia, desde el nombre: Juanito, marido de Jacinta y amante de Fortunata, supone la degradación infantilizada de un don Juan, y Maxi Rubín, la degeneración (y alzamiento) del criado, del secundario. Nótese la terminación tintineante de su apellido (como Clarín, como Rampín), que haría referencia al orín o herrumbre de los metales. Él es seguramente el personaje más grotesco de toda la novelística galdosiana, junto con Ido del Sagrario, marcado también desde el nombre, figura episódica de Fortunata y Jacinta que, a pesar de no tener muelas, cada vez que comía carne “se ponía eléctrico” y entraba en un estado de paranoia, aviso simbólico de la locura de Maxi. No siempre había sido así para Ido: en el prólogo de la novela Tormento (1882), el personaje se presentaba como un afortunado escritor de folletines prefabricados que, aun con su porte de vagabundo, mantenía la urbanidad. En Fortunata y Jacinta sus tics, sin embargo, no pararán de traicionarlo, se adentrará progresivamente en una retórica (“hincaba la barba en el pecho”, “se le inyectaban las carúnculas del cuello”) de pantomima que anula cualquier formalidad… Parecía como si Galdós, décadas antes de los tiempos de Charlot, hubiera intuido algunas trazas del personaje chaplinesco: “Al poco rato entró en el despacho un hombre muy flaco, de cara enfermiza y toda llena de lóbulos y carúnculas, los pelos bermejos y muy tiesos, como crines de escobillón, la ropa prehistórica y muy raída, corbata roja y deshilachada, las botas muertas de risa” (II: 409).

La índole grotesca de Ido del Sagrario se revela en la doble reacción que suscita en el matrimonio Santa Cruz: Juanito se ríe de su trastorno inofensivo, mientras que Jacinta le compadece y se siente asustada cuando le provocan los ataques. Y es que, como don Quijote en la Segunda Parte de sus aventuras, la locura cárnica de este Ido sin muelas, perpetuamente comparado con un pavo, enloquecido por escribir demasiados folletines, servirá como espectáculo para los personajes de mejor posición social. La referencia quijotesca vehicula también a Ido y Maxi. Sin embargo, Maxi, que ostenta un papel principal en su novela, se ennoblece en el complejo desarrollo de la novela. Ello coincide, por un lado, con el ensanchamiento de su amor e idealización por Fortunata y, por otro, en el agravamiento de la sífilis, que cada vez condiciona más su conducta, sobre todo en lo que respecta a sus alucinaciones. Un binomio que, calculadamente, no se encuentra. La sífilis, producto simbólico del deseo ajeno y viciado, y su amor hacia Fortunata, cada vez más místico, nunca llegan a coincidir físicamente, no solo por el rechazo hacia su aspecto por parte de Fortunata o la probable impotencia de Maxi (Rodríguez Baltanás 515), sino por la renuncia progresiva del joven a todo lo carnal y su desengaño de la realidad.

Maxi es un personaje que se define por su conflicto cada vez más acerado entre su materialidad, que incluye sus dolencias y su agria caricatura, y sus pretensiones espirituales. “Vivía dos existencias”, narra Galdós, “la del plan y la de las quimeras”. Desde el inicio, Maxi reconoce querer abandonar su cuerpo y convertirse en otro hombre, sano y más masculino: un oficial más alto, “nariz aguileña, mucha fuerza muscular y una cabeza… una cabeza que no le dolía nunca […] Se iba calentando de tal modo los sesos, que se lo llegaba a creer” (I: 586). Estos delirios, primero reservados para situaciones aisladas y muy concretas, por las noches o en sus largos paseos en solitario, se hacen progresivamente públicos. Aparecen después las manías conspiranoicas del personaje, pues imagina que todos confabulaban para asesinarle, salpicadas con ataques de ira y una violencia inaudita en él, al romper con su carácter pacífico previo. Esta violencia se agudiza, con tintes guiñolescos, cuando empieza a sentir celos al pensar en posibles amantes de Fortunata, a quien le llega a proponer un suicidio colectivo a modo de liberación del mundo terrenal (de su mundo de enfermedad y locura). Casi al final de la novela, desarrolla una “mesianitis” según la cual cree que el hijo que espera Fortunata, su eterno “ángel”, es el Mesías. En este desvarío cristológico él encarnaría el papel de San José y de la Anunciación al mismo tiempo, como revela una visión celestial –muy probablemente espoleada por los efectos de la sífilis– que le confiesa a Fortunata, y que esta juzga como propia de un cerebro “dado a los demonios” (II: 494):

Veremos si esta noche sueño lo mismo que soñé anoche. ¿No te lo he contado? Verás. Pues soñé que estaba yo en el laboratorio, y que me entretenía en distribuir bromuro potásico en papeletas de un gramo… a ojo. Estaba afligido, y me acordaba de ti. Puse lo menos cien papeletas, y después sentí en mí una sed muy rara, sed espiritual que no se aplaca en fuentes de agua. Me fui hacia el frasco del clorhidrato de morfina y me lo bebí todo. Caí al suelo, y en aquel sopor… Tú vete haciendo cargo… en aquel sopor se me apareció un ángel y me dijo, dice: ‘José, no tengas celos, que si tu mujer está encinta, es por obra del Pensamiento puro…’. ¿Ves qué disparates? Es que ayer tarde trinqué la Biblia y leí el pasaje aquel de… (II: 494)

Con cálculo, Galdós intercala estos delirios de Maxi con intervalos de una lucidez profunda y elevada que, en cómputo, agudizan su carácter grotesco. A medida que su estado enajenado se va tornando más ridículo, su estado reflexivo se vuelve más doloroso:

Después me atacó lo que yo llamo la Mesianitis… Era también una modificación cerebral de los celos. ¡El Mesías… tu hijo, el hijo de un padre que no era tu marido! Empezó por ocurrírseme que yo debía matarte a ti y a tu descendencia, y luego esta idea hervía y se descomponía como una sustancia puesta al fuego, y entre las espumas burbujeaba aquel absurdo del Mesías. Examínalo bien, y verás que todo era celos, celos fermentados y en putrefacción. ¡Ay, hija, qué malo es estar loco! Cuánto mejor es estar cuerdo, aunque uno, al recobrar el juicio, se encuentre apagado el hornillo de los afectos, toda la vida del corazón muerta, y limitado a hacer una vida de lógica, fría y algo triste. Al oír esto, que Maxi expresó con cierta elocuencia, Fortunata volvió a inquietarse (II: 700).

No es casual que los últimos compases del libro se centren en Maxi, quien, separado completamente del plano material tras la muerte de Fortunata, desea retirarse del mundo y acabar sus días en un convento donde vivir en paz con sus ideas. En su última intervención, ya a las puertas del Sanatorio para Dementes de Leganés, afirma su deseo de consumar su viaje espiritual. Se trata de un tránsito cuyo motor primero viene de lo fisiológico, es decir, de su locura sifilítica, más que por su amor a Fortunata, lo que apunta a la dualidad final. La circularidad del destino de Maxi, así como su pautada evolución en la novela, se concreta en el anticipo profético que hizo Galdós sobre el que sería su último destino en una de las primeras apariciones del personaje. Cuando Maxi fantasea al principio con abandonar su cuerpo enfermo y encarnar una máscara diferente (un militar o un galán), es consciente del peligro que le podrían acarrear estos desvaríos si llegara a creerse esas usurpadas identidades: “Y si aquello le durara, sería tan loco como cualquiera de los que están en Leganés” (I: 586).

En relación con esto, no se ha incidido lo suficiente en el orden y sentido de los delirios de Maxi Rubín y en los progresivos giros y degradaciones de la función del personaje de Galdós. Para empezar, Maxi, por expectativas narrativas, debería ser el liberador, casi héroe de cuento, de Fortunata: él es el menor de tres hermanos, el débil de buen corazón cuya función salvadora llega a creerse (“él la arrojó a la basura… yo la recogí y la limpié”). Pero se transmuta en un ser quijotesco, de grotesca conducta, que pronto deviene en otra figura tópica cervantina, más mundana y desagradecida: el marido celoso e impotente. Trasciende esa condición acercándose a un profeta loco, similar a Tomás Rufete y a otros personajes galdosianos, que, finalmente, realiza en sus palabras la ascensión espiritual de Fortunata. La proclama “santa” y, por supuesto, “ángel”, otro término circular, pues así la definió ya Maxi en su primer encuentro. El joven, pagado de romanticismo, llega a firmar su dicha por amarla muerta, amarla sin fisicidad, “como se ama a los ángeles” (II: 788). El plano no podría ser más espiritual. Afirma “haber llegado a un grado de serenidad en el pensamiento”, haberse desatado “de las sinrazones de la vida”, “vivir en la pura idea”, y por primera vez, seguramente en toda su existencia, dice sentirse “feliz, muy feliz”, lo que en su lógica supone “retirarse” del desengaño del mundo. Y es que el retrato de Maxi también implica su retiro, voluntario, como el de Lozana, pero a la vez pautado por su tía Lupe y Ballesteros, quienes no ven más que a un loco al que alejar del mundo.

Termina sus días en un hospital psiquiátrico, solo y enfermo, sabiéndose encerrado en un manicomio, pero con la afirmación plena (e irónica) de que reside “en las estrellas”. Galdós le concede el último parlamento del texto –justo en el punto en el que completa su enajenamiento de la realidad ficcional del mismo– y, hasta cierto punto, sus palabras vuelven y cancelan la dicotomía del título de la novela. Dice Maxi: “Pongan al llamado Maximiliamo Rubín en un palacio o en un muladar… lo mismo da” (II: 798). Ya sea en el palacio de las Jacintas o en un muladar de las Fortunatas, el personaje no tiene sentido en la sociedad de la que habla Galdós. Si acaso, sus palabras podrían coincidir con la desgarradora lucidez de Tomás Rufete, también encerrado en el psiquiátrico de Leganés, que abría el primer capítulo de La desheredada (1885): “Final de otra novela”.

5. MAX ESTRELLA. ILUMINACIONES Y RETRATO FÚNEBRE

De estrella a estrella. Quizás el último gran personaje sifilítico de la literatura española sea Max Estrella, el protagonista, hiperbólico desde el nombre, de Luces de bohemia (1920), el primer esperpento de Ramón del Valle-Inclán. En este caso, la característica física más palpable del retrato del personaje, que hasta juega irónicamente con el título de la obra, es su ceguera. Esta ceguera no es fortuita. Como explica el propio Max en la Escena VIII, se debe “al regalo de Venus” (Valle-Inclán, Luces 127), es decir, es un producto de la sífilis. Extraña que la crítica no haya profundizado mucho, a pesar de la evidencia de su enfermedad, en cuánto y cómo han podido influir sus efectos en el devenir del personaje. Más aún si se tiene en cuenta que su ceguera refleja una sífilis terciaria y que, por tanto, puede provocar algo que es consustancial a la formulación de la teoría del esperpento que realiza Max Estrella: visiones alucinadas. La última noche de Max se abre y se cierra con dos alucinaciones o, mejor dicho, con el presagio y culminación de la misma. En la Escena I después de proponer un suicidio colectivo (como Maxi Rubín) a su mujer, Madama Collet, Max cree contemplear la Moncloa, “el único rincón francés en este páramo madrileño”, e insta a su mujer a volver a París (43). En la Escena XII, el momento álgido de la obra, en el que Max muere y tiene la revelación del esperpento, el género literario que él mismo encarna en su recorrido, el personaje asegura, primero, estar viendo el entierro de Victor Hugo en París (es “su apoteosis”, dirá) y después el suyo propio, que se avecina de inmediato. Tal visión mortuoria del personaje, de negrísima mordacidad, no supone un detalle secundario, sino que está cargado de significación y consolida un cruel juego de espejos.

Para empezar, Hugo fue el primer defensor de lo grotesco en el teatro contemporáneo. Valle-Inclán siguió y retorció varios de los preceptos románticos que este apuntó en el prefacio de su obra Cromwell (1827), y también concibió la estética mutable como la verdadera “musa moderna” 10 . En palabras del francés: “La musa moderna lo verá todo desde un punto de vista más elevado y más vasto; comprenderá que todo en la creación no es humanamente bello, que lo feo existe a su lado, que lo deforme está cerca de lo gracioso, que lo grotesco es el reverso de lo sublime” (28). La inclusión de Hugo en la Escena XII sería una forma de reconocimiento a uno de los padres teóricos del esperpento. El otro padre sería Goya, citado explícitamente por Max Estrella unas líneas más adelante en la misma escena, cuando lo proclama inventor del esperpentismo. Si asumimos que el esperpento, como concepción literaria, se enmarca dentro de lo grotesco, varias de las características que se asocian reincidentemente al género de Valle-Inclán (como el feísmo, la caricatura o el rebajamiento de la realidad que hemos advertido también en La Lozana andaluza y los pasajes comentados de Fortunata y Jacinta) ya estarían presentes en la categoría estética mayor. Sin embargo, el esperpento aúna específicamente en su desarrollo varios rasgos esenciales, como son el uso de una narración escénica, que tiende al hibridismo genérico; el desarrollo de una lectura socio-política de la realidad hispánica o de su pasado histórico; la concepción de un lenguaje propio, nacido de una mezcla prodigiosa y degradada de registros –que el profesor Manuel Bermejo Marcos denominaba “un desgarro lingüístico” (26)–; la significativa plasticidad de sus escenas, que lo conectan con la pintura expresionista (como han defendido Carlos Jerez Farrán o Jean Marie Lavaud); o la reiterada deformación sentimental de motivos románticos que emprende Valle-Inclán.

En torno a este último motivo, y por otro lado, la mención a Victor Hugo en la Escena XII constataría la humillación definitiva de Max Estrella. Al fin y al cabo, uno de los epítetos más crueles que dedica don Latino a Max es “El Victor Hugo de España”. Con desenvoltura contaba el profesor Roger Shattuck cómo la celebración de ese entierro en 1885 inauguró la Belle Époque: “todo empezó con un velatorio y unas exequias como no se habían celebrado jamás en París, ni siquiera para los reyes” (20). Fue un acontecimiento histórico: una inmensa comitiva de gente acudió para despedirse del heroico autor, cuyos restos mortales fueron expuestos bajo el Arco de Triunfo. Próximamente su ataúd fue llevado al Panteón, acto que culminó la conversión del edificio en un espacio laico destinado a albergar los restos de los grandes hombres de la patria. He ahí la degradación que encarna Max Estrella en comparación con el modelo francés. Nada ha de ver su errática vivencia, su éxito mísero –restringido a una corte poco sincera de aduladores–, su muerte, su burdo y accidentado velatorio y su desangelado entierro con el de Victor Hugo (López Fernández 109-10). Por si fuera poco, la crítica ha expuesto con detalle la veneración que Alejando Sawa (1862-1909), figura histórica sobre la que se modeló a Max Estrella y con el que guarda numerosos paralelismos, sentía por Hugo, a quien conoció en su primer viaje a París. Sawa dedicó múltiples epítetos a la cabeza del romanticismo francés, casi siempre relacionados con la luz o la divinidad (véase Correa Ramón).

Es coherente que la última alucinación de Max como trasunto de Sawa evoque, por tanto, al francés y, a su vez, que la muerte de Max esperpentice la muerte bohemia que tuvo Sawa, también gravemente enfermo de sífilis. A este respecto, es célebre la carta que le envió Valle-Inclán a Rubén Darío solicitándole ayuda económica para editar el último manuscrito inédito de Sawa, Iluminaciones en la sombra (1910), cuyo título entronca con Luces de bohemia. Dice en esa carta el gallego a Darío que Sawa “tuvo el final de un rey de tragedia: loco, ciego y furioso” (cit. en Álvarez Hernández 70-71). Max Estrella muere “estrellado”, helado en la puerta de su propio portal, abandonado y robado por su amigo-lazarillo; pero también, en contraposición con el retrato que hace Valle-Inclán de Sawa, muere distante (dando unas macabras “buenas noches” a don Latino) y con una casi demiúrgica lucidez final. Las comentadas visiones, a las que Torres Nebrera llamó con agudeza “iluminaciones en la sombra” (204), contribuyen enormemente a atemperar el patetismo de la escena. Lo que defendemos en este artículo es que tales alucinaciones no tienen solo una explicación funcional o alegórica, sino que también –en refuerzo de la lógica interna de la obra– pueden ser una secuela verosímil de una sífilis que ha sido explícita. Una sífilis que volvió a ser en estos tiempos el “mal francés” para los intelectuales y artistas que arribaban a París, por estar precisamente ligada a la imagen de su bohemia, modelo en el que se miraba la española. De esta forma, la correspondencia bohemia-sífilis, a menudo ocultada como tuberculosis y asociada a la prostitución, estuvo presente en el imaginario popular español desde la segunda mitad del siglo XIX. Desde un impulso decadentista poemas como “La mancha en la frente” o “El soliloquio de las rameras” insertos en Delirium Tremens (1910) del escritor bohemio Pedro Barrantes, contemporáneo de Sawa y de Valle-Inclán, abordarán la presencia y conocimiento en clave de la enfermedad.

Alejandro Sawa se contagió, muy seguramente, durante su estancia en la capital francesa. Y Max Estrella pudo irle a la zaga, pues sus conexiones con París no se circunscriben solo a su estancia temporal de escritor bohemio, sino que su esposa es, como la de Sawa, de procedencia francesa, Madama Collet. De hecho, su origen condiciona toda su identidad, es lo que marca su etiqueta y el principal rasgo caricaturesco del personaje.

A diferencia de Maxi Rubín y de Lozana, Max Estrella no clausura su propia obra. Esta se cierra, por un lado, con la noticia del suicidio colectivo perpetrado por Madama Collet y la hija de ambos, Claudinita (que, con ironía dramática, realiza la proposición de suicidio de Max en la escena I), y, por otro lado, con el robo del término “esperpento” por parte de don Latino. Es decir, la obra culmina con la destrucción y apropiación del legado de Max Estrella: un retiro forzado y definitivo. En este sentido, el desengaño de Max (con la vida –que no ha tenido el talento de vivirla–, con la literatura –con su gran libro inacabado–, con la academia –que no lo reconoce–) es sistemático, pero también el más distanciado por la retórica expresionista que percute la obra.

Por su parte, el lector es consciente desde el principio, con esa batería de avisos proféticos, de que la peripecia de Max no puede acabar bien. Él mismo anuncia su funesto porvenir con la modificación que hace de su nombre: Mala Estrella se llama durante su última noche, y efectivamente toda suerte le será ajena. Para muestra, la paradoja encerrada en el décimo de lotería premiado que habría acabado con la pobreza familiar, y que don Latino le hurta justo tras su muerte. Por supuesto, en esa mala estrella metafórica del poeta ha de incluirse también su enfermedad –irremediable no acordarse en este punto de la estrella visible que marcaría la vida de la Lozana–. Sin embargo, su condición sifilítica es un hecho que normalmente ha pasado desapercibido en el compendio de infortunios del personaje, a pesar de que su ceguera y sus delirios informan de un estado de sífilis bastante avanzado. En otras palabras, es posible que su final, un final sufrido y condicionado por la enfermedad, estuviese irremediablemente cerca, agravado por el estado de pobreza y mala vida que ostentaba el personaje. De este modo, el desenlace de Max, propio de un grosero melodrama, no solo está embebido de soledad, derrota, pobreza, borrachera o traición, sino también de una enfermedad que se hace patente en escena y que contribuye a dar forma a ese “sentimiento de la caducidad de la ilusión romántica”, a ese “mensaje elegíaco” de la bohemia que, según Gonzalo Sobejano (100), contenía la obra.

Cada una de las secuencias de Luces de bohemia, como demostró Torres Nebrera, está sujetas, además, a un controlado programa compositivo. Según el investigador todo en el texto se orienta a conseguir un “diseño de fatal circularidad –de la buhardilla al sotabanco de la misma calle de Bastardillos– del cuerpo ciego y vencido del último representante de una nostalgia bohemia que se apaga como se apaga Max” (205). Una circularidad que va adquiriendo los visos geométricos de un paseo infernal. El propio Max Estrella apuntala esta idea en la Escena XI, cuando declama: “Nuestra vida es un círculo dantesco” (164) ante la muerte del niño y del preso catalán, las verdaderas víctimas, sin apenas aires de deformación, de la obra. Ahora bien, esta escena fue un añadido de 1924, al igual que la II y la VI –la del preso–, cuyo elemento conector parece ser la denuncia de la fuerte represión policial que se estaba produciendo durante la dictadura de Primo de Rivera. Antes de ese añadido, en la primera versión de Luces de bohemia, publicada en 1920, la escena que antecedía a la muerte de Max (que entonces ocupaba la novena posición, como en el noveno círculo y final de Dante) era la de las dos prostitutas, la actual Escena X. Tenía mucho sentido que Valle-Inclán hiciera sucesivos el último Eros de Max Estrella y su Thánatos. No en vano, en dicha secuencia el escritor dota al personaje de una última musa moderna, encarnada en La Lunares, una joven prostituta. La Lunares no aparece sola; viene en pareja con otra prostituta mayor, La Vieja Pintada, una meretriz ajada por el tiempo, maquillada en exceso y chabacana ya en sus requerimientos a los hombres, que bien podría constituir el espejo cóncavo en el que La Lunares ve reflejado su futuro. La imagen de La Vieja Pintada hunde sus raíces en la caricatura y especialmente en los afeites de Goya 11 , haciendo especial hincapié en su falta de encías, producto genérico de una edad maltrecha o quizás más concretamente de una sífilis u otra enfermedad venérea, tan habituales en su profesión. No en vano, es La Vieja Pintada quien insta a La Lunares a guardar el habano que les ha dado Max para “el de la Higiene” (150).

Como sea, la desvergüenza de La Lunares contiene rasgos de una tradición celestinesca en relación con su lozana juventud, que queda manifiesta incluso en su lenguaje: “Yo guardo el pan de higos para el gachó que me sepa camelar” (154). La falta de tiempo y la falta de dinero serán las dos excusas del poeta ciego para no irse con la joven prostituta, como aquellas de las calles de Sevilla en El burlador, como los inicios de la Lozana, que “ríe con dejo sensual de cosquillas” (Valle-Inclán, Luces 156). Significativamente es la única vez en toda la obra en que el apelativo Mala Estrella es usado en las acotaciones. Quizás por la desdicha para él de no poder cumplir sus deseos, el último deseo erótico de su vida; quizás porque son esta clase de seducciones las que lo condujeron a la sífilis, entre otras desgracias.

CONCLUSIONES

Si la aproximación actual al estudio de la sífilis en la literatura conlleva automáticamente un interés historiográfico, también parte de una desventaja: se tiende a rebajar la importancia de la enfermedad en la sociedad. No concebimos hasta qué punto fue una realidad común para escritores y lectores durante cuatrocientos años, prácticamente el arco cronológico que cubre La Lozana andaluza hasta Luces de bohemia, pues hasta los años cuarenta del siglo XX no empezó el exitoso tratamiento con penicilina que mitigaría considerablemente sus efectos en Occidente. Tanto los limitó que, a medida que avanzaba el siglo, el mal francés –y su larga estela de representaciones en la historia del arte y la literatura– se convirtió en una suerte de enfermedad arqueológica o invisible en el imaginario colectivo occidental, lo que distorsionó la percepción e interpretación de síntomas visibles y reconocibles como los que sufren Lozana, Maxi Rubín o Max Estrella.

Es necesario remarcar que en este trabajo no se ha pretendido hacer una historia de la sífilis en la literatura española, pero sí dar ejemplos que revelen su importancia continuada, especialmente por su peso argumental consciente. Al fin y al cabo, los efectos de la patología responden a la lógica narrativa que planteaban las obras y la caracterización material de los personajes. En este sentido, las visiones de Maxi Rubín o de Max Estrella tendrían una justificación verosímil dentro de las tramas de las historias (no son un sueño ni un milagro), lo que no limita en modo alguno la interpretación simbólica de las mismas.

La deformación de cada uno de los personajes funciona como máscara ridícula que aumenta la distancia del lector ante el marco trágico de las condiciones de vida del personaje, donde su enfermedad tiene una repercusión nada desdeñable. Lozana, Maxi Rubín y Max Estrella, aunque son conscientes de su futuro desenlace, no se muestran como víctimas, no hay patetismo estético en sus acciones, y eso granjea una mayor libertad para exhibir desvergonzadamente sus síntomas, en el caso de la Lozana, o exprimir su comportamiento alucinado, como Maxi Rubín y, puntualmente, Max Estrella.

Tanto en La Lozana andaluza, Fortunata y Jacinta como en Luces de bohemia hay una correspondencia veraz en la descripción sifilítica y tratamiento de los personajes, que suponen uno de los hilos conductores, a veces el principal, de la trama. Los autores se muestran especialmente cuidadosos con la composición de su retrato, en un sentido físico y psicológico. Por un lado, su retrato destaca por una deformación o carencia física más o menos llamativa, causa directa de la enfermedad. Así, la ausencia de nariz, la cicatriz en la frente, la deformación dental de Lozana y de Maxi, o la ceguera de Max Estrella son solo algunos de estos estragos de corte irremediablemente grotesco. Por otro lado, y de forma complementaria, se encuentran las consecuencias psicológicas, sobre todo en los dos Maxis. En este nivel, los tres personajes están condicionados por las visiones y alucinaciones de origen neurosifilítico, que cuentan con una importancia señera en el argumento de la historia y, más directamente, en las decisiones y sus derivas finales. Esta senda psicológica les dota de una mayor verosimilitud/coherencia narrativa, y permite comprender de un modo más poliédrico la decisión de Lozana, la actitud de Maxi Rubín y la metarrevelación estética de Max Estrella.

La enfermedad, por último, provoca un desenlace semejante en las tres obras, enfocado bien a la muerte o, en su defecto, a su muerte social o desaparición de la sociedad mediante un exilio en vida. Lozana, ahora Vellida, se retira a Lípari (previo sueño mitológico) para pasar allí sus últimos años ante el avance de su enfermedad y el fin de su vida como prostituta; Maxi Rubín acaba sus días encerrado en el sanatorio de Leganés, muerto a ojos de la sociedad que lo anima a emprender este retiro; y, finalmente, Max Estrella muere en el portal de su casa pobre, helado, robado y abandonado tras haber tenido en una sola noche dos alucinaciones. Los finales de Rubín y Max Estrella suponen incluso la destrucción de su legado, pues nada de ellos queda tras su desaparición. Junto con Lozana, todos comparten igualmente la serenidad de una marcha sosegada –aunque de una negrura irónica corrosiva– y el abrazo a lo espiritual, frente a una materialidad que les mata de hambre o de locura, y ante la cual solo queda desengañarse. Conscientes de su final, los tres ofrecen a los lectores sus mejores reflexiones sobre la comprensión de una vida marcada en los tres casos por las peores estrellas.

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1Esta publicación es parte de la ayuda para contratos Juan de la Cierva Formación, ref. FJC2020-043453-I, financiada por MCIN/ AEI /10.13039/501100011033 y por la Unión Europea NextGenerationEU/PRTR. Asimismo, se vincula con los objetivos del proyecto “El legado historiográfico de Alfonso X (II): fuentes, influencias y lecturas (LEHIAL II)”, ref. PID2021-127417NB-I00 (IP: Francisco Bautista Pérez), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación.

2Este artículo se enmarca dentro del proyecto de investigación llevado a cabo como beneficiario de un contrato posdoctoral Margarita Salas con la UCM (con estancia en la UAB), financiado por la Unión Europea NextGenerationEU/PRTR.

3El propio Francisco Delicado narra en La Lozana andaluza que el personaje de Divicia vio en Rapalo a los soldados del rey Carlos VIII de Francia quemar las casas de San Lázaro con los leprosos en su interior. No contentos con la acción, vendieron también sus enseres. Cuando uno de los soldados vendió un colchón por un ducado, la moneda le dejó una buba en la mano, que contagió a todo el que tocaba, dejando tras de sí un reguero de dolorosas pústulas y muerte, dando comienzo al mal francés (Orozco 210, Delicado 431).

4El doctor López Villalobos apunta a un desajuste del humor melancólico. Para un panorama de la evolución del tratamiento de la sífilis, recomendamos la lectura de Ros Vivancos et al. (485-592).

5Los males de la sífilis eran visibles en los ejércitos desplegados en Flandes, de donde venía Campuzano, hasta el punto de que había partidas presupuestarias y protocolos destinados a los tratamientos de los soldados de dicha enfermedad (Sáez, De soldados 46-47). Remitimos a Parker y Parker para una profundización en el tema.

6Las menciones a la sífilis, envuelta en chanzas y extravagantes juegos de palabras, se propagó durante la segunda mitad del XVII y hasta principios del XVIII, siglo en que comienza a imponerse el nombre de “sífilis”, en plumas de poetas muy secundarios como el culterano Miguel Colodero de Villalobos, el religioso Damián Cornejo o Antonio Zamora.

7Dentro de la crítica de La Lozana andaluza es necesario reseñar la importancia de la línea de interpretación criptojudaica. Entre ellos destacamos la edición y estudio introductorio de Perugini, Verdugo, Cohen, Márquez Villanueva y Fontes. Vale la pena destacar también la edición y estudio de Gernert y Joset. Asimismo, también destaca la crítica a la corrupción de la justicia, que se consideraría una profesión pecaminosa, que destaca Gernert, y que en última instancia se relaciona con la presencia de la enfermedad en la obra.

8Muy distinto al reproche que le hace Don Latino a Mex Estrella en Luces de bohemia, de Valle-Inclán: “no has tenido el talento de saber vivir” (65).

9No es la primera incursión de Galdós en la enfermedad. Apenas un año antes de componer su Fortunata y Jacinta, en 1885, ya había creado el personaje de Raimundo, primo de José María y protagonista de Lo prohibido que podría estar aquejado de esta misma enfermedad, según señala James Whiston en su edición (Galdós, Lo prohibido 170). Como Baudelaire, Raimundo está aquejado de afasia momentánea, síntoma de una posible sífilis avanzada.

10Como dice Valle-Inclán en su poema “Aleluya”: “Acaso esta musa grotesca / –ya no digo funambulesca–, / que con sus gritos espasmódicos / irrita a los viejos retóricos, / y salta luciendo la pierna, / ¿no será la musa moderna?” (Claves 157).

11Al hilo, hay un lienzo en el que Goya pinta a una celestina vieja, pintarrajeada y deforme, entre otras cosas, por el hundimiento de la nariz, lo que sería muy intuitivo de relacionar con un estado de sífilis. En el lienzo esta celestina enseña el retrato de un posible nuevo amor a una anciana consumida, casi un esqueleto, que porta un traje primaveral y neoclásico, de tiempos pasados (el traje que hubiera llevado una joven respetable a una cita social). El tópico del cuadro es el de la vieja que aún busca amores, inconsciente de su degradación y la de sus acompañantes, como la celestina, cuyas manos sujetan el letrero que da corrosivo nombre al cuadro: “¿Qué tal?”. La tercera figura, la única masculina, un Cronos alado y vigoroso, a pesar de su pelo blanco y la escoba que porta casi como estandarte, remata que el eje de la composición es la ironía cruel del paso destructivo del tiempo, sobre todo, en el cuerpo femenino.

Received: July 15, 2021; Accepted: March 10, 2023

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